27 de octubre de 2008

GAZTAMBIDE PLACE

STEVE MORRIS

El chico de los rizos ve en la televisión del tren una película que no le interesa. Está impaciente. El chico de los ojos grandes se agobia de las aglomeraciones en el metro. Se nota nervioso. Siente lo mismo cada vez que vuelven a verse. El chico de los rizos que nunca tuvo una habitación cuando era pequeño se duerme en su asiento y se pierde el final de la película que no le interesa. Se despierta intrigado y no se atreve a preguntar a nadie, aunque le gustaría. El chico de los ojos grandes que de pequeño jugaba al "Un, dos, tres" en una urbanización de Alicante no encuentra la puerta donde debe esperar al chico de los rizos. El chico de los rizos llega y va a su encuentro. Se besan. Sin perder un minuto, se acercan a un piso de estudiantes antiguo de la calle Gaztambide donde el chico de los ojos grandes que de pequeño visitó el plató de "Médico de familia" vive hace años.

Aprovechan al máximo todo el tiempo que están juntos. Los días pasan como un suspiro. Cuando el chico de los rizos que de pequeño veía películas de trompazos se despide en la estación de trenes del chico de los ojos grandes, no tiene ninguna duda de lo que siente. En el tren vuelve a perderse el final de una película que no le interesa, pero esta vez piensa bajársela de internet. El chico de los ojos grandes que de pequeño nunca se perdía "Melrose Place" ya está en su casa de la calle Gaztambide echando de menos al chico de los rizos. Le quiere y lo sabe. Y sin embargo, siente miedo. Cuanto más enamorado está del chico de los rizos, más miedo siente. Mientras que el chico de los rizos que cada vez está más enamorado del chico de los ojos grandes tiene miedo del miedo que pueda sentir su amado. No sabe si es su propio miedo proyectado afuera, pero no quiere escucharlo porque considera que no tiene importancia. El chico de los ojos grandes tampoco escucha su miedo. Lo considera estúpido y molesto. Les parece tan insignificante que ni siquiera lo llaman miedo. Pero ahí está. El chico de los rizos que de pequeño jugaba a imitar a Peter Sellers llega a su casa de Barcelona. Deja sus cosas, se pone el pijama, se mete en su cama. El chico de los ojos grandes se mete en su cama en su casa de la calle Gaztambide. Se intercambian mensajes con el teléfono móvil. Desean estar juntos. El chico de los rizos y el chico de los ojos grandes se duermen soñando en la próxima vez que vuelvan a verse.

(Modestamente, dedicado a Quim Monzó)

19 de octubre de 2008

MI HABITACIÓN

"Mis problemas, mi celda, mi prisión; mi lucha, mi ilusión; mi perdición. Una puerta, una cama y un colchón. En mi habitación..." (Antonio Flores, Mi habitación)

Ha tardado bastante. Concretamente, veintiséis años. Y es que yo nunca había tenido habitación propia hasta ahora. Cuando nací, dormía en una cuna al lado de la cama de mis padres. Después esa cuna fue trasladada a la habitación de mi hermana. Y allí estuve bastante tiempo. Por problemas económicos, tardé bastante en tener una cama. A mi madre no le gusta que lo cuente, pero recuerdo cómo mi cabeza chocaba contra los hierros del cabezal de la cuna cuando estiraba los pies apoyados en los hierros de abajo. Así iba midiendo mi crecimiento. Afortunadamente, mi padre consiguió un trabajo mejor y no tuve que pasarme toda la vida en la cuna. Con los primeros buenos sueldos compraron una habitación doble. Así compartí la habitación con mi hermana hasta la adolescencia, rodeado de posters de Luke Perry y Brad Pitt desnudo (me autocensuro un chiste). Pero ya en el instituto se empieza a necesitar cierta intimidad, así que por el bien de ambos, me instalé en la salita de la entrada que hasta entonces había sido el cuarto de invitados. Me convertí en un invitado en mi propia casa. Intenté transformarlo en mi habitación llenándolo con mis cosas y colgando posters de Hitchcock y Jim Carrey, pero ahí estaban los libros de la II Guerra Mundial y las novelas de aventuras de Emilio Salgari que nada tenían que ver conmigo. Años después, me fui a Glasgow y esa es ahora la habitación de mi abuela.

Hoy, por fin, tengo mi propio cuarto. Mi habitación. ¡Mía, mía! Hecha para mí, a mi gusto y medida. Y es maravilloso. ¡Soy muy feliz! Tengo mi espacio para escribir, dormir, trabajar, dibujar y lo que quiera. Tengo un armario enorme para mí solito. Y mi ventana. Mi escritorio. Y una silla con ruedas para dar vueltas. Cuando mi tío por fin llamó desde su tienda de muebles para avisar que ya los iban a traer, no me lo podía creer. ¡Qué sensación! Después de tanto tiempo... Es verdad que en Glasgow tenía mi pisito, mi cuarto y mi espacio, pero es de agradecer tenerlo también sin necesidad de marcharse del país. Con todos tus amigos cerca. Con los papás y la yaya a dos calles. Compartiendo piso con tu hermana. Porque la vida puede ser una experiencia plena y satisfactoria, ahora sólo quiero que venga Álex a dormir la siesta sobre mi pecho en el nuevo colchón de latex. Es como dormir en una nube... Y con eso, ya lo tendré todo. ¿Qué más podría pedir?

12 de octubre de 2008

ANODINIA


Aquella mañana, el metro seguía lleno de caraculos pero ya no me importaba. Nada había cambiado: yo sí. Algo es algo. Cuando algo cambia en ti, parece que todo a tu alrededor también cambia; aunque siga igual. Había cogido el diario Qué!, probablemente el peor periódico imaginable (lo cual tiene su mérito), y paseaba la mirada por escandalosos titulares; me hacía sonreir o eso creía. ¿Os ha pasado alguna vez que creéis estar sonriendo cuando en realidad estáis serios? La odiosa ventana reflejó mi boca inexpresiva y aparté la mirada por miedo a la esquizofrenia. Pensé que a lo mejor seguía durmiendo entre mis sábanas calientes. Pero no. Fue una falsa sonrisa; una sonrisa interna en un ambiente hostil. Entonces pensé que quizás todas esas personas estaban sonriendo igual que yo, sólo que desde fuera no se veía. El metro llegó a mi parada y pude dejar de pensar antes de volverme loco del todo.

Llevaba una semana ejerciendo de educador ambiental, como rezaba mi acreditación. Ya era hora, después de estar semanas repartiendo panfletos ecológicos, contenedores de pilas o packs de prevención por los comercios. Empezaba a no creerme lo que ponía debajo de mi nombre (mal escrito, por cierto). Pero sí. Ya tenía niños a mi cargo. Mi tarea: jugar con ellos y que aprendan valores ecológicos sin que se den cuenta. Explicar un cuento a los más pequeños. Jugar al "Eco-joc de l'Oca" o al "Eco-Trivial" con los de primaria. Iba funcionando. Los días pasaban muy rápido. Los niños se divertían y uno se sentía útil. Seguía sin gustarme levantarme a las seis de la mañana, y menos aún tener que ir a la universidad después del trabajo, pero por lo menos parecía que todo tenía su razón de ser. Vivía la rutina sin esa angustia de días anteriores. Sin dolor.

Ya había trabajado con niños antes. Pueden ser odiosos. Pueden lograr que te entren ganas de estrangularlos a cambio de un poco de atención. Pero también te aportan muchísimas cosas. Esta vez, estar con un grupo diferente cada día me permitía recibir a cada clase con frescura y no me daba tiempo a odiar a ninguno. Todo resultaba mucho más ideal. Además, puestos a odiar prefería odiar a los adultos; a los caraculo del metro o a los infelices como yo que no conseguían sonreir ni cuando les apetecía.

Un día llamó mi tío a casa con una buena noticia. Llevaba mucho tiempo esperando. Llamó y habló con mi madre. Cuando mi madre me lo dijo, por fin, sonreí. No tuve que mirarme al espejo para saber que era una sonrisa auténtica. Ni al día siguiente, en el metro a las siete de la mañana, cuando pasábamos por los túneles. De oreja a oreja. No tenía ninguna duda.

Continuará.

ANODINIA- Ausencia de dolor.
(Nada que ver con "anodino" como yo creía cuando se lo robé de un lapsus a alguien a quien quiero mucho. Conste aquí el juego de palabras)

3 de octubre de 2008

ANHEDONIA

"Yo creo que la vida está dividida en lo horrible y lo miserable. En esas dos categorías. Y lo horrible son los enfermos incurables, los ciegos, los lisiados... No sé como pueden soportar la vida, me parece asombroso. Y los miserables somos todos los demás. Así que al pasar por la vida deberíamos dar gracias por ser miserables. Por tener la suerte de ser miserables". (Woody Allen, Annie Hall)

Bajaba las escaleras del metro con una prisa enrarecida. Miré la hora dos veces. La primera, ni siquiera leí el reloj, fue sólo un gesto automático. La segunda, vi que todavía era pronto para perder el tren. A las siete de la mañana se camina como si se llegara tarde a todas partes. Es demasiado temprano y demasiado de noche como para no moverse con precipitación. Es una lucha contra el sueño y el ritmo natural del cuerpo que suplica volver a la cama.

Tuve suerte y conseguí sentarme en un vagón repleto de gente. No había ninguna vieja desvalida por la que sentirme culpable. Volví a mirar la hora. No había cogido ningún diario gratuito y ya empezaba a arrepentirme. Uno pretende a veces ser algo más que un borrego social, estar por encima de lo que hace todo el mundo y al rato te encuentras aburrido, añorando ser un cualquiera integrado en el gris entramado cotidiano de la clase media. Siempre que he tratado de apartarme buscando la visión privilegiada del marginado, no he tardado en sentirme solo e infeliz. Estúpido. Si observáis de cerca alguna persona de las que voluntariamente se muestra excluida o diferente respecto al mundo vais a encontrar, lo más seguro, enfado, tristeza o anhelo.

Al cabo de dos paradas, me di cuenta de por qué había tantos diarios gratuitos: es preferible mirar unas hojas de papel que mirar al suelo. Si creéis que es triste que la gente no se mire a la cara por las mañanas es que nunca habéis mirado las caras de gente a esas horas. No creo que los cerdos camino del matadero hagan peor cara. Es como si con las prisas cada uno de nosotros se haya equivocado al vestirse y se haya puesto la ropa al revés, de manera que lo que vemos es su culo asomando por el cuello de la camisa. Lo peor fue cuando, buscando optimismo en los andenes desde la ventana del funesto vagón, se volvió el cristal un oscuro espejo al entrar en el tunel mostrándome con descaro indecente que era yo mismo tan caraculo como el que más. La cruda sinceridad de un espejo inesperado roza la mala educación.

Aquel día, una mañana más, sentía que mi rutina diaria poco tenía que ver con mis sueños. Ya no tenía un trabajo de mierda, así que había perdido mi tan valiosa excusa. Y me planteé si va a ser siempre así. Si nunca voy a encontrar un trabajo por el que me levante de un salto, con una sonrisa. Si las mañanas siempre van a ser tan fúnebres y desalentadoras. Si mis horas felices van a quedar siempre relegadas a las tardes libres que no puedo disfrutar plenamente por el cansancio. Pensé si pronto empezaré a vivir solo pensando en las vacaciones o, peor, en la jubilación.

Con ese recelo en la boca del estómago salí del metro. Preocuparse es peor que tener un problema. No hay nada a lo que culpar. Es sólo miedo. Un miedo que me acompañó constantemente a lo largo de los días, exceptuando el dulce paréntesis que suponían los ratos que pasaba con Álex. Gracias a él me sentía afortunado. Por lo demás, todo lo hacía como por obligación, sin poder disfrutar de nada. Parecían demasiadas obligaciones de golpe. Pero, por suerte, las cosas empezaron a cambiar cuando, después de varias semanas, fuimos al primer colegio a jugar con niños, que era para lo que realmente nos habían contratado...

Continuará.

ANHEDONIA: Incapacidad para experimentar placer. Pérdida de interés o satisfacción en casi todas las actividades. Incapacidad para disfrutar las cosas o la vida.