22 de septiembre de 2009

DESTELLOS DE TRISTEZA

"Cuidado con la tristeza. Es un vicio" (Gustave Flaubert)

1. Barcelona es la tercera ciudad más feliz del mundo. La ciudad más feliz de Europa. Somos sólo más infelices que Río de Janeiro y Sidney, según unos señores que hacen encuestas y venden revistas de viajes. Desde la discreta posición de mi nuevo trabajo, ahogado en medio de un océano de trabajadores (como yo) en formación, me pregunto por qué nunca cuentan con mi opinión los encuestadores. ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué todos parecen tan motivados y yo quiero saltar por la ventana? No entiendo nada. Soy incapaz de atender durante más de un minuto seguido. Una profunda tristeza me araña el pecho: nunca voy a trabajar en algo que me guste. Nunca conseguiré realizarme profesionalmente. Mi felicidad no se mide con los mismos criterios que los de la feliz Barcelona.

2. Desisto de parecer un buen alumno. Me rindo. Las ocho horas diarias de explicación de tecnicismos y excepciones empresariales, de las estrategias de marketing, de las mentiras del sistema, de la metodología de mi nuevo trabajo, mi condena, mi pesadilla recurrente, despiertan en mí viejos ascos. El tercer día ya no puedo más. Dejo de mirar a mis superiores a la cara mientras hablan. Desde mi pupitre de trabajador en periodo de prueba, miro el techo, la pared, el reloj, las ventanas. Dibujo unas cuantas viñetas nuevas de Fermín. Escribo sonetos llenos de odio. Al término de la jornada, el coordinador me pide cinco minutos para hablar conmigo. Me pregunta sobre mi interés y mi motivación. Mi actitud. Soy Iván otra vez en el colegio. Me pide un esfuerzo. No se da cuenta del brutal esfuerzo que estoy haciendo sólo de estar ahí.

3. Un día bajo a comer al Pans and Co. con algunos compañeros. No tengo queja de ellos. Mis únicas quejas son contra mí mismo. La chica que nos atiende rompe de pronto a llorar. Nadie se atreve a pedir su bocadillo, a pesar de su insistencia: "¿Quién va ahora?", exclama con los ojos rebosantes de lágrimas. Sufre y, sin embargo, no abandona su puesto de trabajo. Quien sabe si no es precisamente su trabajo lo que la hace llorar. Tiene suerte de tener un empleo, tal y como están las cosas. Nadie le pregunta qué le pasa y finalmente deja de llorar y nos atiende.

4. En casa, trato de desconectar. Como mis últimos pedazos de queso holandés. De pronto: escucho un ruído sordo, como un portazo, un golpe seco. No lo reconozco. Extrañado, investigo la causa sin éxito. En seguida, un nuevo golpe sonoro de exactas características. Me parece intuir que viene de la calle, pero la ventana me queda demasiado lejos. Miro la tele. Duermo una siesta. Navego por internet. Leo una revista. Dejo la mente en blanco. Escribo algo triste. Llega mi hermana: "He pasado por la plaza del mercado. Había mucha gente. Creo que era una manifestación o algo así porque estaba la policía".

5. El último día de formación resulta más ameno. Mi mente ya no agoniza. Me vuelvo inmune al desinterés. Parezco uno más. Empiezo a integrarme, pero sigo siendo al que menos le gusta estar ahí. O eso es lo que parece. Reparten los resultados del último de los tres tests que nos hicieron para comprobar que la formación había servido de algo. "Éste no ha ido muy bien, la verdad, en general", comenta la formadora. "Excepto uno que casi lloro de emoción al corregirlo... ¿Quién es Iván Fernández?". La mejor nota de la clase. No se me ocurre ironía más triste. Durante el descanso, muchos se acercan a mí pero yo confieso que he copiado de mis compañeros de al lado y que el resto de respuestas me las he inventado. Cambiando de tema, me comentan que ayer asesinaron a un chico cerca del mercado de Collblanc. Ha salido en las noticias. Dos tiros en el cuello.

14 de septiembre de 2009

TORINO (ITALIA)

Viajar sin Álex fue muy raro. Tuvo que ir a visitar a su familia a Alicante y lo añoré todo el rato. Mi avión era de Iberia. Muy pequeño. El avión más pequeño en el que he viajado nunca (sin contar el de El Tibidabo). La azafata no nos dio la bienvenida de parte de la tripulación, sino que dijo: "el comandante y yo". Pero el vuelo fue tranquilo y no hubo retrasos. Sara me esperaba en el aeropuerto de Torino. Hacía un año que no nos veíamos. Desde que acabé el erasmus, no había visitado todavía a nadie de mis ex-compañeros. Y, en seguida, todos los recuerdos y hablar sin parar en inglés. Fuimos en coche hasta el centro y me enseñó por encima la ciudad. Torino no es una gran capital, pero es una típica ciudad italiana. En ese momento, agradecía un viaje en el que no había que visitar montones de cosas, sino que simplemente podía relajarme y pasear.

Más tarde llegó Alessia con su habitual caos lingüístico y su beautiful mundo rosa. Me rompió varias costillas en el primer abrazo pero me recuperé en seguida tomando un gelato di stracciatella. Si algo tiene de bueno Italia es la comida. La ciudad me pareció muy bonita, muy auténtica. Me sentí como supongo se siente Woody Allen visitando Barcelona. Además, siendo Torino no muy turística, me gustó más todavía. Sentí estar en la verdadera Italia. Aquella tarde visitamos varias de las iglesias (todas católicas, claro) de la ciudad. Una de ellas, la Gran Madre, me pareció la más bonita, aunque a una de las chicas no la dejaran entrar a causa de su descarado escote. "No deberías vestir así", le dijo el cura en italiano. Algunas antiguas ruinas romanas como la Porte Palatine cerraron la tarde. Y cené una deliciosa pizza 4 stagioni en mi primer verdadero restaurante italiano. Indescriptible el placer que mi paladar sintió.

Por la noche, subimos con el coche a la Superga: una catedral que reina Torino desde lo alto de una montaña y que es también un mirador y un perfecto lugar para contemplar las estrellas. Se llena de parejas cuando se pone el sol. Allí mismo, hace no sé cuántos años, se estrelló un avión en el que viajaba un equipo de fútbol italiano y murieron todos. Detrás de la catedral, más o menos en medio de la oscuridad del bosque, hay una lápida con velas y sus nombres. Mis caprichosas amigas italianas me obligaron a visitarlo a pesar de mi comprensible oposición a buscar una tumba en la oscuridad de una montaña. Pero me llevaron y vi la tumba a pesar del pánico y ningún asesino en serie ni fantasma estuvo allí para hacernos nada.

A la mañana siguiente, desayuné en la terraza de una cafetería de Troffarello, el pueblo de Sara cerca de Torino donde en realidad me alojaba: capuzzino y brioches de chocolate. Creía estar en el cielo. Ese día fuimos a comprar comida para cocinar en casa auténtica pasta italiana. Así Sara me deleitó con unos gnocchi con salsa de fontina, gorgonzola, mozzarella y brie. Luego fuimos a buscar a Elisa que vino desde Forli y fuimos a un cumpleaños de una amiga de Sara donde pude practicar mi italiano inventado. Fue difícil para mí saludar a todas las personas que me presentaron esa noche. Los italianos dan dos besos como nosotros, pero empiezan por el lado contrario. De manera que es fácil, por error, acabar dando un beso en la boca a alguien. Por suerte, no sucedió. Y en el caso de las personas mayores, opté por dar la mano, ya que un error en un caso así podría haber sido dramático.

Los siguientes días aprendí algo de italiano que ya he olvidado. Mi manera de practicar es tratar de hacer rimas obscenas. Es un método curioso pero funciona. Además, lo primero que aprendes son las palabrotas y las guarradas. Por lo tanto, mejor seguir desde ahí. También fuimos al Museo del Cine que es, con diferencia, lo mejor del Torino moderno. Y al palacio de la Venaria Reale y sus jardines que, aunque era demasiado caro, es un lugar muy hermoso. Y llegó el momento de irse y volver a despedirse de todo. Nunca me acostumbro a eso. Pero, eso sí, antes disfruté de una última comida italiana por gentileza de los padres de Sara (sobretodo de la madre), con su antipasta, pasta, carne, ensalada, quesos y todo lo demás. Una gente maravillosa...

El avión de vuelta era el mismo. Creo que incluso la misma azafata. Tampoco hubo retrasos. Pisé puntual y algo triste el suelo de Barcelona. Llevaba en mi mochila un montón de sensaciones y un cd de Renato Carosone que le había comprado a mi padre. Se habían terminado las vacaciones. Ahora sí. Llegaba septiembre y la rutina. Y ya tocaba buscarse un trabajo. Un trabajo que no tardé en encontrar...

Continuará...

7 de septiembre de 2009

AMSTERDAM

La primera impresión al salir de la Central Station fue, en resumen, nubes de humo de porro y manadas de bicicletas. Llegábamos cansados de Berlín. Era viernes por la tarde de un fin de semana de agosto y Amsterdam estaba infestada de turistas recién llegados con ansias de vivirlo todo en una noche. Nosotros veníamos con más calma y el bullicio nos engulló. Amsterdam es caos, pero un caos que se entiende a sí mismo. Bicicletas, coches, tranvías y humanos conviven en un tráfico en constante movimiento donde el turista forzosamente debe integrarse de inmediato o morir en él.

CABOT
Nuestro hotel estaba al lado del Museo Van Gogh. Era una antigua casa preciosa, muy bien cuidada. Cada una de sus habitaciones tenía un encanto especial. Tras subir su vertiginosa, interminable escalera de entrada, nos recibió la dueña de edad indeterminada que nosotros bautizamos como Madame Trussau o Truffaut, depende del día. No sé si porque parecía una vieja estrella del cine francés retirada o una estatua del museo de cera. En cualquier caso, era muy agradable. Y nos dio, yo creo, la mejor habitación. La podéis ver en la foto. Para mí ha sido una de las mejores estancias que he vivido. Sobretodo después de la habitación-cajón-pasillo que tuvimos en Berlín. Además el trato fue excelente: muy personal y nos traían el desayuno a la habitación cada mañana. Al principio creímos que tendríamos que pagarlo (ya nos pasó una vez en Belfast) y no nos quedamos tranquilos hasta que se lo pregunté a uno de los empleados de Madame Trussau que bien podían ser los miembros del grupo The Black Eyed Peas haciendo horas extras en Holanda. Uno no está acostumbrado a ciertos lujos.

A la mañana siguiente, ya encontramos un Amsterdam más parecido al que habíamos imaginado. Un día soleado nos presentó el esplendor de sus canales, sus calles con sus casitas holandesas, las tiendas, la plaza Damm y ese aire de Venecia del norte. Probé arenque crudo en un pan con pepino y cebolla, típico allí. Estaba bueno, aunque daba mucha sed. Y visitamos el Museo Van Gogh con sus girasoles y demás. Imprescindible para admiradores del loco del pelo rojo. A mí me encantó. Son todas sus obras bailes de color que en vivo ganan casi tanto como el valor que en realidad tienen. Y nuestra otra parada obligatoria: la casa de Anna Frank. Todo lo que sabíamos, todo lo que habíamos leído, escuchado, visto en televisión y en cine no fue nada comparado con estar ahí dentro. Se conserva tal y como fue. Todavía hay las fotos de artistas de cine que Anna pegaba en la pared de su habitación, las líneas pintadas en una esquina que medía el crecimiento de las hermanas, las ventanas tapadas, la librería tras la que se encontraba el escondite de las dos familias. El simple hecho de estar allí de verdad y ver las dimensiones te acercan emocionalmente como una bofetada a lo que allí pudo vivirse. Impagable y muy emocionante.

El domingo fue más tranquilo todavía si cabe. Visitamos el Vondelpark dando un paseo: el rincón natural bohemio de la ciudad. Allí se reunen conciertos al aire libre y artistas de todo tipo: pintores, estatuas humanas, etc. Y otra vez la cara del Amsterdam más bello nos sonreía. Más tarde vimos el Rijksmuseum en veinte minutos, ya que la mitad de las salas estaban cerradas por obras. Eso sí, el precio de la entrada seguía intacto. No valió la pena. Y por la tarde, para finalizar, nos dimos una vuelta por el Barrio Rojo. A mí me parece una iniciativa excelente por parte del Ayuntamiento y sé que es el mejor trato que se le puede dar a aquellas mujeres que han decidido dedicarse a la prostitución. Sin embargo, es vergonzoso que se haya convertido en un reclamo turístico. Y supongo que es más culpa nuestra, de los turistas, que de la propia Amsterdam. El caso es que es una pena que una situación nacida del respeto, haya convertido el barrio en una especie de zoológico de tetas.

Finalizado el viaje, nos dirigimos al aeropuerto con los pies hinchados como un hobbit. Por fin volvíamos a España. Estábamos agotados, pero lo habíamos disfrutado mucho. Sin embargo, el vuelo se retrasó caprichosamente tres horas para desesperación de sus pasajeros. Así que nos dedicamos a inventar juegos, diseñar un parque de atracciones inspirado en el mundo del Mago de Oz y a comprar quesos. Pisar finalmente el suelo barcelonés hacía tiempo que no significaba tanto. Viejos recuerdos reaparecían. Y por unos días Álex y yo disfrutamos también de Barcelona. Pero mis viajes no habían terminado todavía...

Continuará...