28 de diciembre de 2010

NAVIDAD ES CARIDAD


Hay sentada delante de mí una de esas mujeres que se lamen los dedos para pasar las páginas cuando leen. Tiene entre las manos una revista cuyo título en letras grandes es La Navidad: el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. En la portada aparece un Belén. Parece un panfleto de propaganda de El Corte Inglés, aunque obviamente es otra cosa.
Cuento las paradas que me faltan para llegar al trabajo. Es uno de esos días en que el metro parece ir más lento y no me gusta ninguna de las canciones que suenan en el ipod. Hoy me da lo mismo sentarme que viajar de pie.
Observo a la gente a mi alrededor, como de costumbre. A mi izquierda, otra mujer más joven lee un artículo: Ahondando en la palabra de Dios. Intento leer por encima de su hombro, pero pasa la página. Cómo ganarse el cielo. Y casi no me deja ni leer dos líneas y vuelve a pasar. Defender los Valores de la Navidad Cristiana. Y en la siguiente vuelta de hoja, me doy cuenta. La vida después de la Muerte: hacia un lugar mejor. Es la misma revista que lee la mujer de delante.
Me faltan cinco paradas. Esto empieza a ponerse interesante. No parecen amigas, ni se miran ni se dirigen la palabra, pero pasan las hojas exactamente de la misma manera; como el reflejo mal encarado de dos grotescos espejos de feria.
Pero la cosa nada más acaba de empezar. A dos asientos a la derecha de la primera mujer, está sentada una tercera de edad intermedia. Lleva unas enormes gafas de leer con los cordones colgando de la varilla y el puente de la montura precipitándose peligrosamente hacia la punta de la nariz. Y también lee exactamente la misma revista.
Navidad es caridad cristiana.
¿Qué está pasando aquí? ¿Es la invasión de los ultracuerpos devotos?
Me quedan tres paradas. Las mujeres van pasando páginas a un ritmo casi musical. Resulta inquietante el fervor con el que hojean los artículos, como buscando las respuestas al sentido de la vida. Como si allí escrito pudieran encontrar algo nuevo, inédito y revelador.
Por mi derecha, aparece un mendigo. Clásico chándal con americana de mendigo. Zapatillas de deporte, algo de barba. Le explica a la gente del vagón que tiene cuatro hijos y no tiene trabajo y que sólo pide una moneda para comprarles comida. Y que feliz Navidad.
Sólo me queda una parada pero estoy dispuesto a pasarme por no perderme este momento. El mendigo se acerca a las devotas. Continúa repitiendo el discurso. Lloriquea. Suplica. Pero las señoras ni siquiera se inmutan. No tienen ni la curiosidad de mirarle para ver si les da pena, asco o risa. Siguen ofuscadas en su lectura compulsiva. El mendigo se arrodilla, pero le siguen ignorando. Entonces, se acerca a una de ella y roza con sus dedos la revista para llamar su atención. A lo que la mujer responde apartándola bruscamente para poder seguir leyendo sin interrupciones sobre el verdadero sentido de la Navidad, a ver si se gana o no el cielo.
Esa imagen me deja fascinado durante el resto del día. Y no importa que ese mendigo pase por allí todas las mañanas y que unas veces tiene tres hijos y otras cuatro. Ni que seguramente la revista cristiana debía ser un panfleto gratuito que repartían en alguna entrada del metro y que, por lo tanto, a lo mejor esas mujeres no eran tan devotas y lo mismo les daba leer eso que el diario Qué! con tal de pasar el rato.
Presenciar ese momento me hace tanta gracia que ya paso de buen humor el resto del día. Y cuando me voy del trabajo les digo sonriendo: "Feliz Navidad". Y me miran incrédulos y en mi ipod suenan villancicos.

19 de diciembre de 2010

BLAKE EDWARDS QUE ESTÁS EN LOS CIELOS

¿Conoce usted esos días en los que se ve todo de color rojo? ¿Color rojo? Querrá decir negro. Se puede tener un día negro porque una se engorda o porque ha llovido demasiado, estás triste y nada más. Pero los días rojos son terribles. De repente, se tiene miedo y no se sabe por qué. (Desayuno con Diamantes)

"Desayuno con diamantes" (1961)
Siempre fui un niño compulsivo. Al llegar del colegio, tiraba la mochila cargada de libros en el suelo de la salita sin ni siquiera entrar, corría por todo el pasillo hasta el comedor y me sentaba delante de la televisión. Cada tarde. Todos los días. Como un ritual. Ponía en el vídeo una cinta VHS con películas grabadas de televisión. Comedias antiguas que nunca me cansaba de ver.

Me tiraba en el suelo con un cojín en la cabeza y veía una y otra vez al inspector Clouseau peleándose con su criado chino hasta destrozar la casa. O a Jack Lemmon y Tony Curtis en medio de una guerra de tartas. Y me retorcía en el suelo de risa. Si una escena me gustaba mucho, rebobinaba la cinta y la volvía a ver enfermizamente. A medida que la imagen se iba deteriorando, se iba a su vez grabando en mi cabeza.

Dirigiendo "La carrera del siglo" (1965)
Mi hermano mayor es deportista. Mis padres presumían constantemente de sus trofeos. Por eso yo nunca fui bueno en ningún deporte, ni siquiera me interesó. Hasta que descubrí el teatro, lo único que quería hacer era sentarme a ver aquellas películas maravillosas porque sabía que eran el único lugar en el que los golpes no hacían daño. Ya podían caerse por la ventana o atravesar la pared con la cabeza, en seguida se levantaban de nuevo llenos de polvo como si nada. El dolor y el fracaso eran divertidísimos. Mientras las veía tenía la agradable sensación de que nada malo me podía ocurrir.

"La pantera rosa ataca de nuevo" (1976)

Algunas veces vuelvo de la oficina asqueado, tiro al suelo la americana y me tumbo en el sofá. Me quedo mirando al techo como si pudiera ver el cielo a través de él. Pero lo único que se ve son unas manchas de humedad que por mucho que las pintemos siempre vuelven a salir.

Entonces, siento el impulso de poner el dvd de El Guateque para reírme un rato de ese Peter Sellers que se parece tanto a mí cuando acudo a fiestas en las que no sé qué hacer ni qué decir y todo acaba siendo un desastre. Pero en seguida me doy cuenta que es muy tarde y que tengo que hacer la comida porque sino no voy a tener tiempo de nada. Y acabo poniendo las noticias para enterarme de las desgracias del día.

"El guateque" (1968)

Este ha sido un año de grandes pérdidas para mí. Han muerto artistas a los que adoro como Tony Curtis, Leslie Nielsen, Luis G. Berlanga, Manuel Alexandre, Antonio Ozores... Todos me han hecho reír un montón. En ese sentido, gracias a ellos he sido mucho más feliz.

Pero cuando Carles me anunció que había muerto Blake Edwards sentí una tristeza diferente, difícil de describir. Sentí que me entregaban en los brazos el cadáver de un niño con el pelo rizado. El cuerpo muerto de un niño sonriente. Y pensé en mi padre. Y pensé en Julie Andrews. Y tuve miedo a resbalar con una cáscara de plátano y hacerme daño. Así que me acerqué al televisor y tumbé al niño en el suelo frente a él. Le puse el dvd de El Regreso de la Pantera Rosa y secándome las lágrimas me fui a trabajar porque ya era tarde.

"Victor o Victoria" (1982)

Descansen en paz: Blake, el niño y todos los demás. Si existe el cielo, a estas alturas ya es un lugar mucho más divertido que éste. Eso seguro.

6 de diciembre de 2010

TESTIGO DE CARGO

El siguiente texto es un relato de ficción. Todos sus personajes, sucesos y diálogos son una invención de su autor y, por eso, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

WARNER
Había una vez un chico que fue testigo de una agresión: una mujer adulta bajo los efectos del alcohol que golpeó a su anciana madre. Una circunstancia no recomendable de presenciar para nadie, pero que el chico trató de sobrellevar de la manera más civilizada posible. Auxilió a la anciana víctima y llamó a la policía. Le tomaron declaración, la agresora fue detenida y liberada dos días despúes a espera de juicio. Así todos siguieron con sus vidas hasta que seis meses después le citaron para declarar como testigo.
El testigo no se sintió nervioso ni preocupado en ningún momento, pues tenía muy claro lo sucedido. Solamente mostró cierta incomodidad al comunicarlo en el trabajo para poder faltar aquella mañana, ya que no era muy amigo de dar explicaciones. El testigo se presentó temprano en el juzgado, escuchando The Ramones en su ipod. En la sala de espera, un grupo de rusos conversaba en su idioma sin traductor con un abogado canoso, mientras un serie de mujeres rusas con minifalda y abrigo de piel iban desfilando frente a ellos. En ese momento, la hija de la agresora se acercó a saludar al testigo y estuvieron charlando.
Mi madre ha dejado de beber. Desde lo sucedido ha cambiado mucho. Ya no ha habido más problemas entre ella y mi abuela.
Entiendo. Es cierto que ya no se les escucha discutir.
El problema es que si le ponen a mi madre una orden de alejamiento, mi abuela se quedará sola en el piso conmigo. Yo voy a la universidad, no puedo cuidar de ella, ni me corresponde. No tenemos más familia. Y sin mi madre ni siquiera podemos pagar el alquiler.
El testigo se sentía incómodo. No quería involucrarse emocionalmente. Lo mejor es que el abogado llegara a un acuerdo con el fiscal y así no tendría que declarar. Ninguna de ellas iba a hacerlo, ya que no estaban obligadas al ser familiar directo.
Mi madre tiene un problema con el alcohol y aquella noche tocó fondo. Fue un episodio puntual. Ahora se está esforzando mucho. La cárcel sólo complicaría más las cosas. Aquella agresión no es en realidad el problema. Este no es el típico caso de violencia doméstica continuaba.
En ese momento, llegó el abogado y le dijo a la chica en presencia del testigo:
No hay acuerdo. Vamos a celebrar el juicio y está muy complicado. El fiscal está obligado a seguir adelante. La única solución es que el testigo declare que no vio la agresión.
Y en ese momento, el testigo pasó a ser absoluto protagonista. En un segundo se situó en el lugar que quería evitar a toda costa. Y se sintió nervioso y preocupado. No estaba preparado para mentir en algo así. El abogado continuó, en esta ocasión dirigiéndose directamente al testigo:
Obviamente, yo no puedo decirte lo que tienes que decir. Pero si mantienes tu declaración esta mujer irá a la cárcel o como mínimo le impondrán alejamiento durante un año. Y ya sabes los problemas que puede acarrear eso a esta familia.
Lo entiendo pero...
Quiero que sepas que tanto el fiscal como yo estamos de acuerdo de manera no oficial. Y en ese sentido, estamos haciendo más de asistentes sociales que de abogados.
¿Tendría que negarlo todo?
No. Simplemente decir que auxiliaste a la anciana pero no presenciaste la agresión. Con eso sería suficiente.
Realmente el testigo no presenció la agresión, sino el forcejeo siguiente. Pero todos allí sabian que había existido, incluso había un parte de lesiones. Pero, ¿qué importaba? Todo el mundo estaba de acuerdo en lo que era lo mejor para todos. ¿Quién era él para contradecir los deseos de la familia, el abogado y el fiscal? Cuando la justicia no funciona, quizás hay que trampearla para hacerla funcionar. Quizás aquella detención ya había sido suficiente para aquella pobre alcohólica arrepentida. Aun así, el testigo se resistía a mentir, aunque eso implicara ponerse en contra de todos y convertirse en juez espontáneo, ya que la condena o la anulación del juicio estaba en su mano.
Entonces, la anciana de 85 años se acercó a él. Le recordaba a su abuela. Y acariciándole el rostro con la palma de su arrugada mano, le dijo con con voz temblorosa: 
Vas a hacerlo por mí. Igual que me ayudaste aquel día, hoy lo harás. Porque yo necesito a mi hija a mi lado, es la que me cuida y me acompaña a todas partes. Sin ella no puedo vivir. Gracias a ti todo se ha arreglado y gracias a ti, así seguirá.
El juicio comenzó. Fue muy rápido. El testigo repitió la declaración que había hecho a la policía pero esta vez asegurando que no vio la agresión. El juicio se declaró nulo por falta de pruebas.
A la salida, el testigo se sentía muy mal. Así que mientras pedía un justificante para entregar en su oficina, decidió acercarse a la agresora. La miró a los ojos. Por primera vez hablaban directamente desde el día de la agresión. Ella pareció querer decir algo pero el testigo no la dejó hablar. Simplemente dijo:
He mentido en mi declaración. Lo he hecho porque tu madre me lo ha pedido. Entiendo que esto es por el bien de vosotras tres, pero más te vale que no vuelva a suceder nada parecido. Espero que todo esto haya servido para algo...
Y se marchó con la sensación de que su discurso final no había sido suficientemente contundente. Volvió a casa arrastrando los pies, inundado de dudas acerca del funcionamiento de la justicia y de si había actuado correctamente. En su ipod sonaba una canción de Bob Dylan.