30 de septiembre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Starbucks

"Haces que quiera ser mejor persona" (Mejor... imposible)


Estaba tomando un frappuccino y navegando por Internet con mi móvil cuando la chica rubia sentada a mi lado empezó a llorar. Lloraba desconsoladamente y a nadie, excepto a mí, parecía importarle.

Me encantaba Starbucks. Nueva York tenía uno cada dos manzanas. Eran exactamente iguales que los que había en Europa pero mucho más ajetreados. Con sus sofás. Sus vasos con tu nombre. Sus pasteles de chocolate. Diseñados para hacerte sentir como en tu casa. Los neoyorquinos entraban y salían constantemente pero pocas veces se quedaban de verdad, como les ocurría con sus propios hogares. 
Aquí tenéis las mismas cosas que nosotros le explicaba a Goki; todas las franquicias que habéis exportado pero multiplicadas por diez. Es como si os hubierais colonizado a lo bestia a vosotros mismos.
Goki era japonés pero yo le hablaba como si se hubiera criado en Brooklyn o en Greenwich Village. Y él nunca me llevaba la contraria porque era muy educado y hospitalario.

Yo bajaba a Starbucks todas las mañanas. Goki se marchaba con su traje, su corbata y su maletín al distrito financiero a ganarse su salario americano y, entonces, yo aprovechaba para levantarme. Me daba una ducha. Me vestía. Miraba diez o quince minutos por la ventana. Y bajaba a desayunar. Aquel piso de la Quinta Avenida tenía de todo menos Internet.
Dejo el piso dentro de un mes, así que he cortado la conexión me dijo Goki el primer día. Pero puedes bajar al segundo piso a conectarte, si quieres.
Goki se volvía a Tokyo. Su empresa ya no le necesitaba más allí.
Yo creía que con lo de bajar al segundo piso se refería a ir a casa de un vecino amigo suyo a conectarnos o algo así. Olvidaba que era un edificio de lujo en pleno centro de Manhattan. La segunda planta era, en realidad, un inmenso espacio con sofás, televisión, comedor, cocina, wifi, gimnasio, piscina climatizada, sauna y terraza para disfrute de los residentes. Pero eso lo descubrí más tarde.
Hasta entonces bajaba a Starbucks.
Aquella mañana hacía sol. Los rayos brillaban entre la polución y el sonido de los claxones y yo me había puesto el polo azul que tanto le gustaba a mi novio.
Salí del edificio, como cada mañana,  saludando al portero que me aguantaba la puerta de cristal esperando quizás que le diera una propina.
Good morning, sir.
Good morning. 
Tres porteros distintos en tres días. 
Crucé la calle. Entré a Starbucks y pedí un frappuccino grande. Tuve que deletrear mi nombre dos veces. Pagué con tarjeta de crédito y me senté en una butaca de una esquina.
A mi lado, una chica de piel blanca y cabellos dorados miraba fijamente al joven que tenía sentado delante. Él era un tipo bajito. Moreno de piel. Con bigote mexicano. Llevaba una camiseta de los Yankees. Tenía las manos grandes y pelo en los brazos. Ella no tomaba nada. Él había pedido un Caffè Latte. 
Pensé en una anécdota que mi novio me había contado de su viaje a Nueva York sobre una pareja que vio. Él era latino y ella una rubia hermosa. Y esa imagen había sido el germen de la última obra de teatro que había escrito.
Miré la hora. Calculé qué hora era en Barcelona.

La chica empezó a llorar y el que parecía su novio no hacía nada por consolarla. Estaban cara a cara, sin pestañear. No hablaban. Ella lloraba y lloraba. Aquel silencio entre los dos, esa no conversación, asfixiaba incluso desde lejos. Ella no se secaba las lágrimas. Las dejaba caer entre la indiferencia de la gente. El chico moreno se levantó y se dirigió a otra mesa. Cogió algunas servilletas y volvió. Le dio una a la chica rubia que se secó los ojos sin prisa. ¿Por qué no hablaban? ¿Por qué no se decían nada? 
Él se sentó y la cogió de la mano. Yo la cogí de la mano mentalmente. Había dejado de mirarle a la cara. Él acarició su piel. Ella apartó la mano. Después, empezó a acariciarle el hombro. Ella puso su mano sobre la mano de él. Seguían sin hablar.
Yo les observaba atentos. Quizás se dieron cuenta de que les estaba mirando pero no les importó. Intenté no estar demasiado pendiente de aquella pequeña tragedia. Algo me decía que merecían cierta intimidad. Subí algunas fotos a Facebook. Envié un par de correos. Al cabo de unos minutos, ella se levantó. Él hizo lo mismo. Agarró con las manos la cabeza de su chica y le dijo algo al oído. Ella asintió. Y salieron juntos de allí sin dirigirse ni una palabra más. Sin mirarse. Sin tocarse. Y se perdieron entre la multitud de las aceras.
Mi frappuccino estaba casi intacto. Había sido incapaz de dar más que un par de sorbos. Mis amigos en Barcelona seguían con sus vidas sin demasiadas novedades, según veía en Instagram. 
Pensé que nunca sabría qué le pasaba realmente a aquella chica rubia. Por qué lloraba. Ni sabría por qué no hablaba con el chico latino. ¿Serían pareja? ¿Era algo que le había hecho él? ¿Por qué simplemente estaba allí sentada en silencio? ¿Por qué no hablarlo? ¿Por qué no irse a llorar a otra parte? ¿Qué era lo que le hacía sufrir? ¿Sería él el responsable de su dolor o, al contrario, su consuelo? ¿Qué le dijo finalmente al oído y por qué ella asintió?
Eran las tres de la madrugada en España.
Un termómetro marcaba en la pared 77 grados Fahrenheit. Me esperaba un día muy largo.
Escribí un whatsapp a mi novio. Seguramente estaría durmiendo.
Le dije: «Hola».
Le dije: «¿Cómo estás?»
Y: «Te echo mucho de menos»
Era verdad.
Y seguí bebiéndome el frappuccino que hacía un rato que había empezado a derretirse.

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Capítulo final

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