5 de diciembre de 2013

LA FELACIÓN

En el mismo momento en que terminé de chuparle la polla a mi jefe, supe que había perdido mi trabajo en el periódico. Estoy hablando de chupársela, literalmente. No hacerle la pelota o darle la razón. Me refiero a meterme su miembro en la boca y lamerlo. No adularle, ni seguirle la corriente, ni reírle los chistes. Me refiero a hacerle una mamada. La felación que fue el principio de todos mis problemas.



Suele decir la gente que chupar pollas es la forma más rápida de labrarse un futuro acomodado. El problema es la pérdida de la dignidad de la persona, la integridad profesional, la decencia y la moralidad. Si queréis saber mi opinión: todo eso son chorradas. La gente habla mucho y casi nunca dice lo que de verdad piensa. Si realmente creyeran que chupando pollas se consigue algo en esta vida, habría muchas más personas a cuatro patas todos los días. Y más con los tiempos que corren.
Mi jefe era calvo, aunque solo tenía ocho años más que yo. Había empezado en el mundo del periodismo muy joven, combinando los estudios con prácticas en diferentes medios escritos. Era un gran redactor, con un instinto voraz y mucha personalidad. 
Me recuerdas a mí cuando empecé me dijo la segunda semana de tenerme por la redacción.
Me hablaba como si fuera un niño jugando a ser periodista.
Eres el mejor becario que hemos tenido en años.
Sus palabras me hacían sentir muy bien.
Al principio, no me pareció especialmente atractivo. Era un hombre que se cuidaba y hacía deporte. Eso estaba claro. Aunque olía demasiado a aftershave y, desde que se había divorciado, no combinaba bien el color de la corbata con el de la americana.
Yo nunca le había chupado la polla a un jefe. Y creedme si os digo que he chupado bastantes. Lo normal, supongo, para  un chico gay soltero en Barcelona. He chupado pollas grandes, pequeñas, circuncidadas. Pollas finas, las llamadas «pollas cabezonas» y hasta algún micropene. Se la he chupado a informáticos, músicos, ingenieros, arquitectos, camareros, perroflautas y hasta una vez a un banquero. Aunque lo cierto es que no es mi especialidad. Soy mucho mejor con las manos.
Mi jefe tenía las manos finas; de pianista, que diría mi abuela. Me fijé en ellas la segunda vez que me invitó a tomar un café. La primera vez, casi no hablamos. No sabía muy bien qué decirle. Le acompañé porque no estaba Ruth, la periodista de Política con la que solía bajar a fumar.
¿Te vienes a tomar un café? Te invito. No me gusta ir solo.
Ni siquiera se me pasó por la cabeza, al principio. Me habló de sus hijos. Nadie piensa en chuparle la polla a alguien que lleva fotos de sus hijos en la cartera.
La tercera vez que me invitó a café, me fijé en su boca. Tenía los labios finos y brillantes. Los dientes blancos y perfectamente alineados. Y una enorme lengua roja.
Tienes un gran futuro como periodista, te lo aseguro me decía. No solo escribes de puta madre. Además, eres rápido y nunca cometes dos veces el mismo error.
Gracias le dije.
—Parece mentira, a estas alturas de mi carrera... pero hasta me gusta leerte.
Si yo hubiera querido sacar provecho de la situación, nunca hubiera terminado chupándole la polla. Fue una cagada, lo digo en serio. Pensadlo un momento. Si yo hubiera sido consciente de lo que estaba pasando y hubiese querido aprovecharme, nunca hubiera traspasado la línea. El sexo siempre es una puta decepción que lo estropea todo. Si quieres conseguir algo, muéstrate como una posibilidad apetecible y alcanzable. Maneja bien tus cartas pero nunca dejes que termine la partida. Ahí es donde todo se va a la mierda.
La cuarta vez que mi jefe me invitó a café, me preguntó:
¿Juegas a tenis?
Yo no era malo en los deportes, aunque para ser bueno en tenis me faltaba mucha práctica. En mi barrio, te pegaban si jugabas a cualquier deporte que no fuera chutar una lata por la calle.
Me apetece jugar este fin de semana con alguien capaz de devolverme las pelotas con fuerza.
Ese era yo, por lo visto.
Y acepté.
Me llevó a un club en la parte alta de Barcelona. Tuve que ir previamente a comprarme una equipación decente en el Decathlon de L'illa Diagonal. Quería estar a la altura de las circunstancias.
Intenté no parecer demasiado paleto. Fui educado. Saludé a todo el mundo con el que nos cruzamos.
El partido fue informal, sin contar estrictamente los puntos. Duró unos noventa minutos.
—Te he dejado ganar —me dijo.
Pasé un rato muy divertido.
Dejamos las raquetas en la taquilla y entramos al vestuario. Estábamos muy sudados. Era mediados de junio. Empecé a quitarme la ropa despacio. Él me estaba contando una anécdota sobre Rafa Nadal. Yo escuchaba con una atención relativa. Trataba de asentir con la cabeza. Tardó algo más que yo en desnudarse. Llevaba un calzoncillo blanco de Armani. Era un hombre con poco pelo en el cuerpo y se le marcaban los músculo más de lo que había imaginado. Finalmente, se desprendió del slip, dejando al descubierto la marca del bronceado. Se dio la vuelta y pude verle el pene. Contaba con un tamaño más que razonable. Intenté comportarme con normalidad.
Hace mucho que no tenía un rival a mi altura me dijo.
Y, por un instante, su mirada recorrió mi cuerpo. De arriba a abajo. En un segundo. Desde el cuello hasta los pies, deteniéndose brevísimamente en mi entrepierna. Y, después, siguió con lo suyo.
Fue una mirada corta pero totalmente reveladora. Y entonces, todo cambió.
Yo quería luchar contra los pensamientos que, de pronto, habían nacido en mi cabeza, pero, en el fondo, sabía que acabaría teniendo con él relaciones sexuales de algún tipo y que no podía hacer nada por evitarlo.

LA FELACIÓN:
Segunda parte

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