19 de noviembre de 2013

CONDICIONES

"Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros" (Groucho Marx)

Cuando el jefe llamó a Cándido al despacho por segunda vez aquella mañana, pensó que era para despedirlo. Cándido tenía un problema de autoestima por el que era incapaz de decir que no a las peticiones de la gente.
Cándido, ¿puedes volver a hacer estos informes para asegurarnos que son correctos?
¿Puedes hacer mi parte de la faena para poder ser puntual en mi cita de esta tarde?
¿Puedes ir a buscar a mi abuela al hospital y llevarla a casa?
¿Puedes prestarme dinero para putas?
¿Puedes dar la cara por mí?
¿Puedes hacer todo lo que yo te pida?
Cándido decía que sí de forma sistemática por un arraigado miedo al rechazo que arrastraba desde la infancia. Después, en privado, criticaba despiadadamente a todos los que le pedían cosas por aprovecharse de su bondad de forma tan descarada. «No se le puede echar tanto morro a la vida», pensaba. El mundo, según lo entendía Cándido, era un agujero hostil lleno de aprovechados. Un nido de ratas ególatras. Una colmena de inútiles que solo pensaban en su propio beneficio. Eso incluía a sus amigos. A su exmujer. A sus hijos. A sus compañeros de trabajo. Y, especialmente, a su jefe.
La primera vez que le llamó al despacho aquella mañana, sabía que era para pedirle algún tipo de favor.
«Yo no soy como ellos», pensaba Cándido. «Por eso, siempre me llama a mí».
Era un miércoles a las once menos cuarto. A Cándido le gustaban los miércoles porque sentía el fin de semana más cerca, aunque prefería los jueves y los viernes. Llevaba un traje gris y una corbata roja, como todos los miércoles que no estuviera nublado. Antes de separarse, su mujer elegía la ropa por él. Lo hacía por su bien, para que no fuera de cualquier manera. Pero, desde que ella decidió marcharse llevándose el coche y los niños, Cándido había establecido un patrón de vestuario. Cada traje correspondía a un día de la semana y solamente tenía como variables el sol y la lluvia, el frío y el calor.
Necesito pedirte un favor empezó su jefe.
Cándido llevaba haciendo favores a la empresa desde que le habían contratado, esperando una subida de sueldo que nunca llegaba.
Necesito que a partir de ahora trabajes dos horas más todas las tardes.
Su empresa se dedicaba a vender material de oficina. No tenía taller. Era una especie de intermediaria entre los fabricantes y el comprador final. Desde que había empezado la crisis, habían bajado mucho los beneficios y su jefe había empezado a pedir cada vez más cosas.
¿Puedes venir a trabajar este domingo?
¿Puedes ir a cenar con el cliente de Logroño que esta semana está en Barcelona y tratar de convencerle de que nos haga más encargos?
¿Puedes intentar ser el doble de productivo en la mitad de tiempo?
Con la amenaza de un posibles expediente de regulación de empleo, cada vez les exigían más.
Cándido pensaba en su exmujer y en sus dos hijos. O, mejor dicho, en la pensión que les pasaba cada mes. Y en la hipoteca que, de un tiempo a esta parte, estaba pagando él solo.
Solo será una temporada, hasta que las cosas mejoren continuó su jefe.
Cándido empezó a sudar.
Pero, ¿me pagaréis las horas extras? preguntó.
No, Cándido, lo siento pero no te las podemos pagar. Ya sabes que estamos muy mal. Tenemos que hacer un esfuerzo entre todos.
—Disculpa dijo Cándido poniéndose en pie—, pero tengo que decirte que no. No pienso trabajar gratis.
Su corazón iba a cien por hora. Era la primera vez en su vida que hacía una cosa así. Se dio la vuelta y salió del despacho huyendo de la situación que había provocado. Le temblaban las manos. ¿Cómo se le había ocurrido decir eso?
Durante la siguiente media hora, pensó en volver y pedir disculpas. En aceptar antes de que fuera demasiado tarde. Temió por las consecuencias. Pero el volumen de trabajo que tenía le impidió tomar una decisión definitiva.
Al cabo de una hora, su jefe le volvió a llamar al despacho. Cándido estaba blanco. Su corazón bombeaba con fuerza pero su sangre no iba para ningún lado.
Siéntate le dijo.
Notó un escalofrío en la sien.
Disculpa mi actitud de antes dijo Cándido, pero es que no estoy pasando una buena época.
Lo sé, Cándido. No te preocupes. Lo he estado pensando y creo que podemos encontrar una solución que nos beneficie a todos.
Cándido sacó un pañuelo blanco y se secó el sudor de detrás del cuello.
¿Qué te parece si te pagamos la mitad de las horas y el resto las acumulas como horas de compensación? Así puedes pedirte días libres si lo necesitas más adelante.
Cándido dejó de temblar. Empezó a sentirse poderoso.
No, no se atrevió a decir, escucha. Quiero que me paguéis todas las horas y, además, quiero seguir saliendo los viernes a mi hora habitual.
Su jefe tenía una mirada temblorosa, algo que Cándido nunca había observado. Aunque una parte de él ya se estaba arrepintiendo de todo aquello.
Me lo estás poniendo difícil dijo, acariciándose la barbilla.
Lo siento, pero esas son mis condiciones.
Su jefe levantó una hoja de papel de encima de la mesa para leer unos garabatos que había escritos debajo. Cándido pudo intuir unos números, como si su jefe hubiera estado haciendo cálculos.
Podría aceptar tus condiciones dijo, pero no podemos pagártelas como horas extras.
Las horas extras tenían un recargo del 25% sobre el valor ordinario, según convenio.
—Te las pagaremos como horas normales continuó—. Y va a tener que ser en B y no cada mes, sino cuando podamos.
Aquello para Cándido sonaba bastante bien.
De acuerdo dijo.
Y estrechó la mano de su jefe.
Salió del despacho pisando con la fuerza de un emperador. Miraba el mundo como si hubiera salido el sol de pronto. No había aceptado lo que su jefe le había pedido: había dicho que no. Había puesto condiciones y se las habían aceptado. Cándido sintió que empezaba una nueva etapa. No pensó en que le iban a pagar menos de lo que legalmente le correspondía. No pensó que aquello en realidad era injusto. Para él, era el logro de su vida. No se daba cuenta que su pequeño triunfo era en realidad una derrota de la historia.

4 de noviembre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Capítulo final

"Olvídalo, Jake. Es Chinatown". (Chinatown de Roman Polanski)



Hasta el día antes de marcharme de Nueva York, no entendí lo que, en realidad, esa ciudad significaba para mí. Goki había prometido llevarme a cenar a Chinatown. Yo ya no tenía muchas ganas de hacer nada. Lo había visto prácticamente todo. Pasé la tarde leyendo y escribiendo algunas notas tirado en el sofá. Hacía diez minutos que tenía puesta la MTV, cuando Goki entró en el piso, exhausto, cerrando la puerta de golpe. Me saludó con la mano. Se quitó los zapatos con desprecio y los lanzó a una esquina del salón. Se arrancó la corbata. La camisa. Yo le dije:
Hola.
No sabes la suerte que tienes de poder ir a tu oficina con camiseta y zapatillas contestó.
¿Suerte? Estás loco...
Tiró su maletín negro sobre la barra de mármol de la cocina haciendo que varias naranjas rodaran hasta el suelo, y se metió en la ducha.
Goki trabajaba al sur de Manhattan, en el barrio financiero, en una empresa japonesa que hacía de intermediaria entre ambos países para canjear productos de stock. Odiaba su trabajo y lo decía abiertamente. Él hubiera querido ser arquitecto pero sus padres consideraron que estudiar Administración de Empresas tenía un mercado más amplio de ofertas de empleo.
Tampoco es tan malo matizaba a veces. Lo horrible es esta corbata y estos zapatos de mierda.
Le envidiaba. Envidaba su piso de 3.500 dólares mensuales de alquiler (del cual la empresa se hacía cargo en un 80%). Nueva York. Su estilo de vida. Y no me importaba ver que no se sentía realizado porque, aunque yo fuera periodista, tampoco tenía trabajo de lo mío. De alguna manera, sentía que ya no importaba el talento, ni lo preparados que estuviéramos: al final, todos acabábamos vendiendo algo para alguien; solo que a unos le salía más a cuenta que a otros. Yo, además, en mi país, era un afortunado. Trágica ironía.
Mientras Goki se duchaba, recogí las naranjas del suelo que habían caído junto a mi maleta abierta. Mi ropa desperdigada adornaba las baldosas de color blanco brillante. Me había comprado dos camisetas Levis y dos pares de zapatillas. Las miré y me sentí un poco estúpido. Siempre había querido venir a esta ciudad pero, ¿por qué? ¿Para comprar ropa de marca? ¿Qué coño estaba buscando?
Todavía entraba algo de sol a aquella hora de la tarde por la ventana que daba al Empire State. Goki salió del baño con una toalla blanca rodeando su cintura.
Escogiste el piso más caro que encontraste, ¿no? le solté sin miramientos.
No es cierto. Había pisos más caros que éste contestó algo a la defensiva.
Pero, ¿te dejaron elegir cualquier piso de Nueva York?
Sí, aunque la empresa puso una cifra de alquiler límite...
Un límite muy alto...
Sí dijo mientras se ponía un calzoncillo y una camiseta con los colores del arcoíris. Vi unos 20 pisos distintos antes de quedarme con éste.
¿Y por qué lo elegiste?
Porque tenía lavadora.

2
Salimos a la calle y caminamos hasta el metro esquivando a la gente en las aceras. Después de una semana, había dejado de mirar al cielo como los demás. Incluso los turistas me molestaban. «Vamos, joder, solo es un puto edificio», pensaba.
Seguí ciegamente a Goki, como siempre, entre túneles, andenes y vagones de tren, hasta aparecer en algún lugar de Chinatown. Las calles olían a pescado. Era, con diferencia, el lugar más sucio de la ciudad. Los restaurantes tenían en sus escaparates peceras con animales submarinos de todo tipo. Algunos de colores insólitos. Otros verdaderamente repugnantes.
¿La gente de verdad se come eso?
Yo nunca había estado en China pero aquel barrio increíblemente te hacia sentir allí. Miraba a aquellos escaparates con una fatigante sensación de irrealidad. Era el Chinatown más grande de todas las ciudades del mundo.
Pasamos por varias tiendas de conservas de aspecto siniestro. Giramos en una esquina y un hombre con delantal arrojó un cubo de agua a la calle desde la puerta trasera de una cocina. Olía a sopa. Miré a Goki que, de alguna forma, se sintió obligado a decir:
Solo para que quedé claro, te recuerdo que yo soy japonés.
Aquello me hizo reír.
¿No existe un Japantown en Nueva York?
No. Es curioso. Tenemos de todo: Coreatown, Little Italy... pero Japón no tiene gueto. Tampoco es algo que necesite dijo y entonces, se detuvo. Aquí es.
Era una puerta de cristal con letras chinas y una escalera en su interior que llevaba hasta el primer piso. Yo jamás me habría atrevido a entrar a un sitio así. Ni siquiera me hubiera dado cuenta de que era un restaurante. Tenía más pinta de ser la consulta de un vidente.
Al llegar arriba, cruzamos una cortina roja y una mujer oriental nos ofreció asiento. El ambiente era tranquilo y lujoso. Yo era el único sin rasgos asiáticos de allí. Dejé que Goki pidiera por mí y hasta me atreví con los palillos.
No sabes la suerte que tienes de vivir aquí le dije a Goki.
¿Suerte? Esta ciudad no es mejor ni peor que cualquier ciudad del mundo.
Pensé que no era capaz de apreciar lo que tenía. Y, entonces, dijo:
Aprecia Barcelona. Es un lugar apasionante.
Desde la ventana, podía ver las casitas de dos plantas de Chinatown. Los letreros luminosos. Los farolillos. Los dragones de cartón.
Este barrio parece de mentira le dije a Goki.
Todo Nueva York es de mentira contestó.
Cuando terminamos de comer, la camarera que nos había atendido, con una amplia sonrisa, nos trajo un plato con galletas de la suerte.
Coge una, no tengas miedo me ofreció.
Levanté la mano derecha y sobrevolé aquellos postres mágicos durante unos segundos. Finalmente, escogí la que parecía un poco más pequeña que las demás. La aplasté y saqué el mensaje que tenía dentro escrito en un pequeño papel alargado:
«Jamás busques la respuesta en los lugares que no existen».
Y entonces me di cuenta.
Nueva York no existía más allá de lo que nosotros proyectábamos sobre ella.

LA MANZANA DE CRISTAL:
Butterflies & papagayos
Jet lag
Starbucks

Personajes
Let's go yankees
Six pack