30 de julio de 2014

PUNTO Y FINAL

"El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad" (Ana María Matute)

Es curioso que este blog empezara con una despedida. Decía adiós a Barcelona (cuando todavía no estaba de moda irse) y eso fue el principio de todo. Eso dice mucho de mí, supongo. Me inventé una palabra y escribí un primer post para deciros: "ahí os quedáis". De eso han pasado ya siete años y casi 300 entradas. Nunca imaginé que llegaría tan lejos, ni que recibiría tanto cariño y apoyo de vuestra parte. Ha sido un viaje fantástico. Incluso, algunas veces, pensé que me acompañaría toda la vida... pero ha llegado el momento de asumir que todo se acaba, incluso los sueños. Toca volver a despedirme aunque, esta vez, yo me quedo y es el blog el que dice adiós.

Ha sido una decisión muy dura. Éste es el primer lugar donde me puse a escribir en serio. Aquí es donde, por primera vez, he tenido lectores de verdad. Creo que pocas cosas me han hecho más feliz en estos siete años que escribir mi (antiguamente) relato semanal de "Nihilantropía". Pero los sueños, una vez cumplidos, hay que dejarlos volar. He esperado hasta sentir, de forma incontestable, que éste era el momento. Es difícil explicar los motivos. No es cansancio; más bien una necesidad intuitiva. Creo que, al final, será para bien. Que este punto final es un nuevo principio (ahora sí) hacia un peldaño mejor y más real.

Tenéis que creerme, seguiría aquí eternamente. Ésta es mi casa; la que siempre ha tenido las puertas abiertas a todo el mundo (con todo lo que eso conlleva). Aquí hemos jugado juntos. Me habéis visto crear historias, desnudarme, salir y entrar del armario, viajar, escribir poemas cursis, alisarme el pelo, enamorarme, decepcionarme, deprimirme (de esto un poco demasiado), perder a seres queridos, filosofar (también falosofar, me temo), reflexionar sobre lo absurdo de la vida cotidiana, quejarme de cosas que, en el fondo, no tenían importancia, hacer dibujitos, burlarme de todo y también, la mayoría de las veces, manipular para divertiros. He aprendido aquí que, por encima de todas las cosas, soy un escritor y eso tiene que ver con mi decisión, y es por eso por lo que a este blog se lo debo todo. Y también a vosotros.

No os pongáis tristes. Alegraos por mí y por los buenos ratos que hemos pasado. Si un día sentís nostalgia, buscad en las ETIQUETAS o en el ARCHIVO los relatos que más os gustaron y volverlos a leer. Estarán ahí siempre. Seguramente ahora, seguiréis pensando que todo lo que escribí me pasó de verdad. Y el caso es que la mayoría de las veces, estaréis en lo cierto; aunque también mentí, ¡y mucho! Sigo insistiendo en eso y la gente sigue sin creerme. Supongo que, en algún momento, comprendieron que un escritor, cuando miente, es cuando de verdad es sincero.

Gracias por estar ahí. Nos volveremos a ver. En algún lugar. No sé dónde. Seguro. 
Si de verdad lo deseáis, así será.
Yo lo deseo.

7 de julio de 2014

SUERTE 2

Habrá quien no crea en la suerte. Yo tampoco creía en ella. Si acaso creía en el esfuerzo, según me habían educado. Creía en el miedo, en los fantasmas. Creía en los cuentos de hadas y en Superman. En el hombre del saco y en los Reyes Magos. Pero la suerte… La suerte era un cuento para niños vagos.


El caso es que mi hermano marcó su primer gol con el calcetín de la suerte. Aprobó sus exámenes, firmó su primer contrato, se casó con el calcetín puesto. Siempre. Mi hermano iba ascendiendo en su empresa mientras la botella de anís se iba llenando de polvo en la estantería de mi habitación. Mi voz se rompía por los excesos y el tabaco. Dejé de cantar. Nunca acabé mis estudios. Trabajé de cualquier cosa, aquí y allí, nunca durante demasiado tiempo. Mi hermano se compraba un piso con su calcetín mientras yo no conseguía apenas pagar uno de alquiler. Escondí la botella de anís porque ya no soportaba verla. Como si fuera un reflejo de mi fracaso. La puse en el maletero del coche y allí se quedó guardada. Como una maldición.
Mi hermano, su piso, su trabajo, su mujer, su hija, su fortuna, su calcetín. Yo y mi fracaso, mis deudas, mi soledad, mi botella de anís.
Sofía, mi único amor. Mi esperanza. Mi deseo.
Conocí a Sofía una noche en casa de mi hermano. Era una fiesta de viejos compañeros del colegio. Habrá quien me crea un ingenuo, pero juro que me enamoré nada más verla. Nos miramos y no sé cómo ya nos estábamos besando. Como adolescentes. Pasamos la noche en una de las habitaciones de arriba. La noche más larga que recuerdo. Maravillosa. Fue tocar el cielo con los dedos, creer en la suerte por primera vez, besar la oscuridad, lamer el destino. Una esperanza. Creí, esa noche, ver toda mi vida por delante.
A la mañana siguiente, mi hermano mató a Sofía.
Le pedí que la llevara a su casa, yo todavía estaba borracho. Se llevó mi coche porque el suyo estaba en el taller. Y la mató. Tuvieron un accidente. Pisó mal el freno con su pie embutido en el calcetín de la suerte. El suelo estaba mojado. Se salieron de la carretera. Dieron varias vueltas de campana. Sofía murió aplastada contra el motor del coche. Mi hermano apenas se hizo unos rasguños.
Cuando llegué al lugar del accidente, mi hermano estaba allí sentado sobre el asfalto, con los ojos bañados en lágrimas. La policía me había contado lo sucedido. No tenía intención de asesinarle. Simplemente, no podía contener mi odio. Sofía muerta, mi hermano allí con su maldito calcetín y la botella de anís rota por la mitad en su mano.
He conseguido salvar esto me dijo.
Había saltado del maletero.
Maldita botella, maldito el abuelo, maldito mi hermano.
Miré fijamente el borde afilado del cristal, las aristas puntiagudas que habían quedado al romperse. Entonces entendí. En ese momento vi el sentido a toda esa locura. Cogí la botella, la empuñé como un arma y, en un simple gesto, le abrí la nuez, le rajé el cuello, le rebané la yugular hasta tocar su columna.
Mientras la policía me esposaba, miré por última vez la botella clavada en el cuello del cadáver de mi hermano que unos enfermeros trataban de arrancar. Mi suerte. Pude ver también su calcetín asomado tras el bajo de sus pantalones. Su suerte. Me pregunto si le enterraron con él.