5 de diciembre de 2013

LA FELACIÓN

En el mismo momento en que terminé de chuparle la polla a mi jefe, supe que había perdido mi trabajo en el periódico. Estoy hablando de chupársela, literalmente. No hacerle la pelota o darle la razón. Me refiero a meterme su miembro en la boca y lamerlo. No adularle, ni seguirle la corriente, ni reírle los chistes. Me refiero a hacerle una mamada. La felación que fue el principio de todos mis problemas.



Suele decir la gente que chupar pollas es la forma más rápida de labrarse un futuro acomodado. El problema es la pérdida de la dignidad de la persona, la integridad profesional, la decencia y la moralidad. Si queréis saber mi opinión: todo eso son chorradas. La gente habla mucho y casi nunca dice lo que de verdad piensa. Si realmente creyeran que chupando pollas se consigue algo en esta vida, habría muchas más personas a cuatro patas todos los días. Y más con los tiempos que corren.
Mi jefe era calvo, aunque solo tenía ocho años más que yo. Había empezado en el mundo del periodismo muy joven, combinando los estudios con prácticas en diferentes medios escritos. Era un gran redactor, con un instinto voraz y mucha personalidad. 
Me recuerdas a mí cuando empecé me dijo la segunda semana de tenerme por la redacción.
Me hablaba como si fuera un niño jugando a ser periodista.
Eres el mejor becario que hemos tenido en años.
Sus palabras me hacían sentir muy bien.
Al principio, no me pareció especialmente atractivo. Era un hombre que se cuidaba y hacía deporte. Eso estaba claro. Aunque olía demasiado a aftershave y, desde que se había divorciado, no combinaba bien el color de la corbata con el de la americana.
Yo nunca le había chupado la polla a un jefe. Y creedme si os digo que he chupado bastantes. Lo normal, supongo, para  un chico gay soltero en Barcelona. He chupado pollas grandes, pequeñas, circuncidadas. Pollas finas, las llamadas «pollas cabezonas» y hasta algún micropene. Se la he chupado a informáticos, músicos, ingenieros, arquitectos, camareros, perroflautas y hasta una vez a un banquero. Aunque lo cierto es que no es mi especialidad. Soy mucho mejor con las manos.
Mi jefe tenía las manos finas; de pianista, que diría mi abuela. Me fijé en ellas la segunda vez que me invitó a tomar un café. La primera vez, casi no hablamos. No sabía muy bien qué decirle. Le acompañé porque no estaba Ruth, la periodista de Política con la que solía bajar a fumar.
¿Te vienes a tomar un café? Te invito. No me gusta ir solo.
Ni siquiera se me pasó por la cabeza, al principio. Me habló de sus hijos. Nadie piensa en chuparle la polla a alguien que lleva fotos de sus hijos en la cartera.
La tercera vez que me invitó a café, me fijé en su boca. Tenía los labios finos y brillantes. Los dientes blancos y perfectamente alineados. Y una enorme lengua roja.
Tienes un gran futuro como periodista, te lo aseguro me decía. No solo escribes de puta madre. Además, eres rápido y nunca cometes dos veces el mismo error.
Gracias le dije.
—Parece mentira, a estas alturas de mi carrera... pero hasta me gusta leerte.
Si yo hubiera querido sacar provecho de la situación, nunca hubiera terminado chupándole la polla. Fue una cagada, lo digo en serio. Pensadlo un momento. Si yo hubiera sido consciente de lo que estaba pasando y hubiese querido aprovecharme, nunca hubiera traspasado la línea. El sexo siempre es una puta decepción que lo estropea todo. Si quieres conseguir algo, muéstrate como una posibilidad apetecible y alcanzable. Maneja bien tus cartas pero nunca dejes que termine la partida. Ahí es donde todo se va a la mierda.
La cuarta vez que mi jefe me invitó a café, me preguntó:
¿Juegas a tenis?
Yo no era malo en los deportes, aunque para ser bueno en tenis me faltaba mucha práctica. En mi barrio, te pegaban si jugabas a cualquier deporte que no fuera chutar una lata por la calle.
Me apetece jugar este fin de semana con alguien capaz de devolverme las pelotas con fuerza.
Ese era yo, por lo visto.
Y acepté.
Me llevó a un club en la parte alta de Barcelona. Tuve que ir previamente a comprarme una equipación decente en el Decathlon de L'illa Diagonal. Quería estar a la altura de las circunstancias.
Intenté no parecer demasiado paleto. Fui educado. Saludé a todo el mundo con el que nos cruzamos.
El partido fue informal, sin contar estrictamente los puntos. Duró unos noventa minutos.
—Te he dejado ganar —me dijo.
Pasé un rato muy divertido.
Dejamos las raquetas en la taquilla y entramos al vestuario. Estábamos muy sudados. Era mediados de junio. Empecé a quitarme la ropa despacio. Él me estaba contando una anécdota sobre Rafa Nadal. Yo escuchaba con una atención relativa. Trataba de asentir con la cabeza. Tardó algo más que yo en desnudarse. Llevaba un calzoncillo blanco de Armani. Era un hombre con poco pelo en el cuerpo y se le marcaban los músculo más de lo que había imaginado. Finalmente, se desprendió del slip, dejando al descubierto la marca del bronceado. Se dio la vuelta y pude verle el pene. Contaba con un tamaño más que razonable. Intenté comportarme con normalidad.
Hace mucho que no tenía un rival a mi altura me dijo.
Y, por un instante, su mirada recorrió mi cuerpo. De arriba a abajo. En un segundo. Desde el cuello hasta los pies, deteniéndose brevísimamente en mi entrepierna. Y, después, siguió con lo suyo.
Fue una mirada corta pero totalmente reveladora. Y entonces, todo cambió.
Yo quería luchar contra los pensamientos que, de pronto, habían nacido en mi cabeza, pero, en el fondo, sabía que acabaría teniendo con él relaciones sexuales de algún tipo y que no podía hacer nada por evitarlo.

LA FELACIÓN:
Segunda parte

19 de noviembre de 2013

CONDICIONES

"Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros" (Groucho Marx)

Cuando el jefe llamó a Cándido al despacho por segunda vez aquella mañana, pensó que era para despedirlo. Cándido tenía un problema de autoestima por el que era incapaz de decir que no a las peticiones de la gente.
Cándido, ¿puedes volver a hacer estos informes para asegurarnos que son correctos?
¿Puedes hacer mi parte de la faena para poder ser puntual en mi cita de esta tarde?
¿Puedes ir a buscar a mi abuela al hospital y llevarla a casa?
¿Puedes prestarme dinero para putas?
¿Puedes dar la cara por mí?
¿Puedes hacer todo lo que yo te pida?
Cándido decía que sí de forma sistemática por un arraigado miedo al rechazo que arrastraba desde la infancia. Después, en privado, criticaba despiadadamente a todos los que le pedían cosas por aprovecharse de su bondad de forma tan descarada. «No se le puede echar tanto morro a la vida», pensaba. El mundo, según lo entendía Cándido, era un agujero hostil lleno de aprovechados. Un nido de ratas ególatras. Una colmena de inútiles que solo pensaban en su propio beneficio. Eso incluía a sus amigos. A su exmujer. A sus hijos. A sus compañeros de trabajo. Y, especialmente, a su jefe.
La primera vez que le llamó al despacho aquella mañana, sabía que era para pedirle algún tipo de favor.
«Yo no soy como ellos», pensaba Cándido. «Por eso, siempre me llama a mí».
Era un miércoles a las once menos cuarto. A Cándido le gustaban los miércoles porque sentía el fin de semana más cerca, aunque prefería los jueves y los viernes. Llevaba un traje gris y una corbata roja, como todos los miércoles que no estuviera nublado. Antes de separarse, su mujer elegía la ropa por él. Lo hacía por su bien, para que no fuera de cualquier manera. Pero, desde que ella decidió marcharse llevándose el coche y los niños, Cándido había establecido un patrón de vestuario. Cada traje correspondía a un día de la semana y solamente tenía como variables el sol y la lluvia, el frío y el calor.
Necesito pedirte un favor empezó su jefe.
Cándido llevaba haciendo favores a la empresa desde que le habían contratado, esperando una subida de sueldo que nunca llegaba.
Necesito que a partir de ahora trabajes dos horas más todas las tardes.
Su empresa se dedicaba a vender material de oficina. No tenía taller. Era una especie de intermediaria entre los fabricantes y el comprador final. Desde que había empezado la crisis, habían bajado mucho los beneficios y su jefe había empezado a pedir cada vez más cosas.
¿Puedes venir a trabajar este domingo?
¿Puedes ir a cenar con el cliente de Logroño que esta semana está en Barcelona y tratar de convencerle de que nos haga más encargos?
¿Puedes intentar ser el doble de productivo en la mitad de tiempo?
Con la amenaza de un posibles expediente de regulación de empleo, cada vez les exigían más.
Cándido pensaba en su exmujer y en sus dos hijos. O, mejor dicho, en la pensión que les pasaba cada mes. Y en la hipoteca que, de un tiempo a esta parte, estaba pagando él solo.
Solo será una temporada, hasta que las cosas mejoren continuó su jefe.
Cándido empezó a sudar.
Pero, ¿me pagaréis las horas extras? preguntó.
No, Cándido, lo siento pero no te las podemos pagar. Ya sabes que estamos muy mal. Tenemos que hacer un esfuerzo entre todos.
—Disculpa dijo Cándido poniéndose en pie—, pero tengo que decirte que no. No pienso trabajar gratis.
Su corazón iba a cien por hora. Era la primera vez en su vida que hacía una cosa así. Se dio la vuelta y salió del despacho huyendo de la situación que había provocado. Le temblaban las manos. ¿Cómo se le había ocurrido decir eso?
Durante la siguiente media hora, pensó en volver y pedir disculpas. En aceptar antes de que fuera demasiado tarde. Temió por las consecuencias. Pero el volumen de trabajo que tenía le impidió tomar una decisión definitiva.
Al cabo de una hora, su jefe le volvió a llamar al despacho. Cándido estaba blanco. Su corazón bombeaba con fuerza pero su sangre no iba para ningún lado.
Siéntate le dijo.
Notó un escalofrío en la sien.
Disculpa mi actitud de antes dijo Cándido, pero es que no estoy pasando una buena época.
Lo sé, Cándido. No te preocupes. Lo he estado pensando y creo que podemos encontrar una solución que nos beneficie a todos.
Cándido sacó un pañuelo blanco y se secó el sudor de detrás del cuello.
¿Qué te parece si te pagamos la mitad de las horas y el resto las acumulas como horas de compensación? Así puedes pedirte días libres si lo necesitas más adelante.
Cándido dejó de temblar. Empezó a sentirse poderoso.
No, no se atrevió a decir, escucha. Quiero que me paguéis todas las horas y, además, quiero seguir saliendo los viernes a mi hora habitual.
Su jefe tenía una mirada temblorosa, algo que Cándido nunca había observado. Aunque una parte de él ya se estaba arrepintiendo de todo aquello.
Me lo estás poniendo difícil dijo, acariciándose la barbilla.
Lo siento, pero esas son mis condiciones.
Su jefe levantó una hoja de papel de encima de la mesa para leer unos garabatos que había escritos debajo. Cándido pudo intuir unos números, como si su jefe hubiera estado haciendo cálculos.
Podría aceptar tus condiciones dijo, pero no podemos pagártelas como horas extras.
Las horas extras tenían un recargo del 25% sobre el valor ordinario, según convenio.
—Te las pagaremos como horas normales continuó—. Y va a tener que ser en B y no cada mes, sino cuando podamos.
Aquello para Cándido sonaba bastante bien.
De acuerdo dijo.
Y estrechó la mano de su jefe.
Salió del despacho pisando con la fuerza de un emperador. Miraba el mundo como si hubiera salido el sol de pronto. No había aceptado lo que su jefe le había pedido: había dicho que no. Había puesto condiciones y se las habían aceptado. Cándido sintió que empezaba una nueva etapa. No pensó en que le iban a pagar menos de lo que legalmente le correspondía. No pensó que aquello en realidad era injusto. Para él, era el logro de su vida. No se daba cuenta que su pequeño triunfo era en realidad una derrota de la historia.

4 de noviembre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Capítulo final

"Olvídalo, Jake. Es Chinatown". (Chinatown de Roman Polanski)



Hasta el día antes de marcharme de Nueva York, no entendí lo que, en realidad, esa ciudad significaba para mí. Goki había prometido llevarme a cenar a Chinatown. Yo ya no tenía muchas ganas de hacer nada. Lo había visto prácticamente todo. Pasé la tarde leyendo y escribiendo algunas notas tirado en el sofá. Hacía diez minutos que tenía puesta la MTV, cuando Goki entró en el piso, exhausto, cerrando la puerta de golpe. Me saludó con la mano. Se quitó los zapatos con desprecio y los lanzó a una esquina del salón. Se arrancó la corbata. La camisa. Yo le dije:
Hola.
No sabes la suerte que tienes de poder ir a tu oficina con camiseta y zapatillas contestó.
¿Suerte? Estás loco...
Tiró su maletín negro sobre la barra de mármol de la cocina haciendo que varias naranjas rodaran hasta el suelo, y se metió en la ducha.
Goki trabajaba al sur de Manhattan, en el barrio financiero, en una empresa japonesa que hacía de intermediaria entre ambos países para canjear productos de stock. Odiaba su trabajo y lo decía abiertamente. Él hubiera querido ser arquitecto pero sus padres consideraron que estudiar Administración de Empresas tenía un mercado más amplio de ofertas de empleo.
Tampoco es tan malo matizaba a veces. Lo horrible es esta corbata y estos zapatos de mierda.
Le envidiaba. Envidaba su piso de 3.500 dólares mensuales de alquiler (del cual la empresa se hacía cargo en un 80%). Nueva York. Su estilo de vida. Y no me importaba ver que no se sentía realizado porque, aunque yo fuera periodista, tampoco tenía trabajo de lo mío. De alguna manera, sentía que ya no importaba el talento, ni lo preparados que estuviéramos: al final, todos acabábamos vendiendo algo para alguien; solo que a unos le salía más a cuenta que a otros. Yo, además, en mi país, era un afortunado. Trágica ironía.
Mientras Goki se duchaba, recogí las naranjas del suelo que habían caído junto a mi maleta abierta. Mi ropa desperdigada adornaba las baldosas de color blanco brillante. Me había comprado dos camisetas Levis y dos pares de zapatillas. Las miré y me sentí un poco estúpido. Siempre había querido venir a esta ciudad pero, ¿por qué? ¿Para comprar ropa de marca? ¿Qué coño estaba buscando?
Todavía entraba algo de sol a aquella hora de la tarde por la ventana que daba al Empire State. Goki salió del baño con una toalla blanca rodeando su cintura.
Escogiste el piso más caro que encontraste, ¿no? le solté sin miramientos.
No es cierto. Había pisos más caros que éste contestó algo a la defensiva.
Pero, ¿te dejaron elegir cualquier piso de Nueva York?
Sí, aunque la empresa puso una cifra de alquiler límite...
Un límite muy alto...
Sí dijo mientras se ponía un calzoncillo y una camiseta con los colores del arcoíris. Vi unos 20 pisos distintos antes de quedarme con éste.
¿Y por qué lo elegiste?
Porque tenía lavadora.

2
Salimos a la calle y caminamos hasta el metro esquivando a la gente en las aceras. Después de una semana, había dejado de mirar al cielo como los demás. Incluso los turistas me molestaban. «Vamos, joder, solo es un puto edificio», pensaba.
Seguí ciegamente a Goki, como siempre, entre túneles, andenes y vagones de tren, hasta aparecer en algún lugar de Chinatown. Las calles olían a pescado. Era, con diferencia, el lugar más sucio de la ciudad. Los restaurantes tenían en sus escaparates peceras con animales submarinos de todo tipo. Algunos de colores insólitos. Otros verdaderamente repugnantes.
¿La gente de verdad se come eso?
Yo nunca había estado en China pero aquel barrio increíblemente te hacia sentir allí. Miraba a aquellos escaparates con una fatigante sensación de irrealidad. Era el Chinatown más grande de todas las ciudades del mundo.
Pasamos por varias tiendas de conservas de aspecto siniestro. Giramos en una esquina y un hombre con delantal arrojó un cubo de agua a la calle desde la puerta trasera de una cocina. Olía a sopa. Miré a Goki que, de alguna forma, se sintió obligado a decir:
Solo para que quedé claro, te recuerdo que yo soy japonés.
Aquello me hizo reír.
¿No existe un Japantown en Nueva York?
No. Es curioso. Tenemos de todo: Coreatown, Little Italy... pero Japón no tiene gueto. Tampoco es algo que necesite dijo y entonces, se detuvo. Aquí es.
Era una puerta de cristal con letras chinas y una escalera en su interior que llevaba hasta el primer piso. Yo jamás me habría atrevido a entrar a un sitio así. Ni siquiera me hubiera dado cuenta de que era un restaurante. Tenía más pinta de ser la consulta de un vidente.
Al llegar arriba, cruzamos una cortina roja y una mujer oriental nos ofreció asiento. El ambiente era tranquilo y lujoso. Yo era el único sin rasgos asiáticos de allí. Dejé que Goki pidiera por mí y hasta me atreví con los palillos.
No sabes la suerte que tienes de vivir aquí le dije a Goki.
¿Suerte? Esta ciudad no es mejor ni peor que cualquier ciudad del mundo.
Pensé que no era capaz de apreciar lo que tenía. Y, entonces, dijo:
Aprecia Barcelona. Es un lugar apasionante.
Desde la ventana, podía ver las casitas de dos plantas de Chinatown. Los letreros luminosos. Los farolillos. Los dragones de cartón.
Este barrio parece de mentira le dije a Goki.
Todo Nueva York es de mentira contestó.
Cuando terminamos de comer, la camarera que nos había atendido, con una amplia sonrisa, nos trajo un plato con galletas de la suerte.
Coge una, no tengas miedo me ofreció.
Levanté la mano derecha y sobrevolé aquellos postres mágicos durante unos segundos. Finalmente, escogí la que parecía un poco más pequeña que las demás. La aplasté y saqué el mensaje que tenía dentro escrito en un pequeño papel alargado:
«Jamás busques la respuesta en los lugares que no existen».
Y entonces me di cuenta.
Nueva York no existía más allá de lo que nosotros proyectábamos sobre ella.

LA MANZANA DE CRISTAL:
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Personajes
Let's go yankees
Six pack

26 de octubre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Six-pack

"Sexualmente, es decir, con mi alma" (Boris Vian)

Oliver era una especie de Barney Stintson en versión gay alemana. Con su camisa azul de marca, miraba con indiferencia a todo aquel que se le acercara.
Ayer me follé a un tío explicaba a los demás.
Era el único no-asiático del grupo.
¿Y cómo era?
No me acuerdo decía.
Y todos se reían.
No me hagáis pensar... continuaba después pasándose una mano por el pelo. Neoyorquino... Ya sabéis. Un asco. Pero, bueno... fue muy amable conmigo. Y luego me pidió el teléfono.
Oliver solamente daba su teléfono a los chicos que de verdad le interesaban. Es decir, casi ninguno.
¿Por qué debería haberle dado mi teléfono?
Es de buena educación dijo Goki.
¡No! ¡A la mierda! Fue un polvo, nada más. Follamos, estuvo bien y se acabó. No quiero volver a ver a ese tipo. ¡Así que no voy a darle mi puto teléfono!
Era ese tipo de argumentación que solo sonaba razonable en boca de Oliver. Su grupo de amigos, diez centímetros más bajos que él, admiraba su popularidad, templanza y desfachatez.
Y tengo que deciros que me sentí muy bien. Os animo a hacerlo.
Viajábamos en un taxi camino de una discoteca. Goki estaba sentado entre Oliver y yo. En el asiento de delante, junto al conductor paquistaní, se encontraba Bryan.
¿Y a ti qué te parecen los chicos de Nueva York? me preguntó Oliver.
Era una pregunta difícil.
Bajo mi punto de vista, en Nueva York había tres tipos de hombres: los muy atractivos, los muy gordos y los vagabundos. El resto éramos turistas.
Como no sabía qué decir, se lo solté tal cual. Oliver se rió, lo que, al parecer, era un triunfo a juzgar por las miradas del resto. Después, Goki preguntó:
Entonces, ¿yo qué soy?
Vagabundo dijo Bryan.

2
Entramos a la discoteca y el ambiente no parecía demasiado distinto a las noches de Barcelona. Los chicos eran más o menos como en todas partes y la única diferencia es que solo sonaba música en inglés y los cubatas eran vasos con solo tres dedos de bebida.
¿Qué quieres tomar?
No tenía ni idea de qué pedir. No conocía ningún cóctel.
Un cosmopolitan dije, recordando Sexo en Nueva York.
Y nos pusimos a bailar.
Oliver iba y volvía. Se perdía entre la gente. Goki y Bryan bailaban tambaleándose, incapaces de mover la cadera. Más o menos, ese era mi estilo.
Pensaba que los chicos aquí serían más guapos dije.
Esto es una discoteca... no Abercrombie & Fitch.

3
Abercrombie & Fitch era una tienda de ropa con la curiosa particularidad de tener siempre un modelo sin camiseta en la entrada. Los turistas, especialmente mujeres, se hacían fotos con ellos sin ningún pudor. Les tocaban el pecho. Los abdominales. Les pedían un beso. Yo nunca había visto en directo cuerpos tan perfectos. Sin trucos de iluminación. Sin photoshop. Torsos esculpidos en deseo con los músculos anhelados por cualquier homosexual en sus noches más solitarias.
Según Goki, en Nueva York había muchos modelos que habían venido para trabajar en las mejores marcas y habían terminado de camareros, dependientes o, los más afortunados, en la puerta de Abercrombie & Fitch.
Pasar por allí se convirtió en un vicio. Había dos chicos distinto cada día. Por la mañana y por la tarde. Goki y yo nos acercábamos, mirábamos, entrábamos a la tienda dos minutos y volvíamos a salir. Volvíamos a mirar. Y nos íbamos. Me sentía como un adolescentes hojeando a escondidas las revistas pornográficas de los quioscos.
Pero a Goki, el único soltero de los dos, aquello le deprimía más que le excitaba. Al llegar al piso, bajaba a correr media hora al gimnasio de la segunda planta de su edificio.

4
Goki y Bryan no parecían demasiado interesados en ligar aquella noche. Tampoco Oliver que, sin embargo, no iba a perder la oportunidad de pavonearse un poco. A parte de un borracho que intentó abrazarme porque le gustaba mi camiseta, yo tampoco había tenido demasiado éxito. Afortunadamente. No estaba de humor para rechazar a nadie. Y en ese momento fatal, me percaté de que un negro no paraba de mirarme. Era un armario de dos metros, guapísimo, con una camiseta blanca y unos vaqueros. Tenía unos brazos lo bastante fuertes como para levantarme con una sola mano. Yo sonreí y miré hacia otro lado.
Cuando volví a mirar, ya lo tenía a un palmo de mí.
Buenas noches, guapo.
Buenas noches.
Rodeó mi espalda con su brazo derecho, sigiloso, como una boa constrictor al acecho. Yo no pude moverme ni un centímetro.
¿Qué haces por aquí?
Estoy de vacaciones dije.
Vente a mi casa contestó.
Ya me tenía agarrado con los dos brazos. Podía notar su fuerza. Puse las manos sobre sus pectorales y empujé levemente. Eran duros como una roca. Tenía miedo. También me excité un poco. Busqué un hueco por el que salir de allí pero era imposible. En seguida, desistí.
Buscó mi boca y yo aparté la cara, así que me besó en una mejilla.
Yo grité: «Oye, no hagas eso», con la dignidad de una dama del siglo XIX.
Entonces, me soltó un poco.
¿Qué te pasa? ¿No te gustan los negros?
Pensé que me iba a arrancar la cabeza. Podría haberlo hecho, si hubiese querido.
—Me encantan los negros —dije. Y tú eres muy guapo. Pero tengo novio. Lo siento.
Ya, pero tu novio no está aquí...
Ciertamente, no estaba. Ni siquiera en la misma ciudad. Ni en el mismo país. Estaba en otro continente. Demasiado lejos para que me sirviera de excusa.
Sí que está aquí mentí. Mira, es ése.
Señalé a Oliver que estaba tomándose un Long Island apoyando un codo sobre la barra.
Cuando los dos le miramos, saludó con cierto desaire. Tuve esa suerte.
Ah, ese es tu novio dijo el chico negro. Ahora entiendo que no quisiera darme su teléfono la otra noche.
Me acarició con la mano la mejilla.
Sonaba una canción de Alicia Keys.
Finalmente, me soltó y me dijo:
Es muy guapo pero en mi vida había visto una polla tan pequeña.

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Personajes
Let's go yankees
Capítulo final

15 de octubre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Let's Go Yankees

¿Te apetece ir a ver un partido de béisbol? Me han regalado unas entradas en el trabajo.
Claro. ¿Por qué no? ¿Dónde?
En el Bronx.



Nunca pensé que visitaría el Bronx. Había viajado a Nueva York con el propósito de no salir de Manhattan. Hasta cruzar la mitad del puente de Brooklyn me había parecido excesivo. Y eso que había lidiado en otros viajes con militares armados (Gambia), atracadores (Florida) y exhibicionistas (Londres). Pero el caso era que no podía quitarme de la cabeza todas aquellas películas de Scorsese que había visto una y otra vez desde que era pequeño.
No te preocupes me tranquilizaba Goki. El estadio de los Yankees está solo donde empieza el Bronx. Además, habrá mucha gente que va a ver el partido.
¿Y cómo iremos?
En metro.
Podía recordar tres, cuatro y hasta cinco secuencias diferentes de tiroteos en el metro de Nueva York. Por una vez en mi vida, me arrepentí de haber visto tanto cine americano.
Está bien contesté. No quería quedar como un gallina. ¿Contra quién juegan?
No lo sé dijo Goki.
Eran los Baltimore Orioles.

Nos reunimos con dos amigos suyos, Keitaro y Bryan, directamente en la estación al lado de su piso. Keitaro era japonés, con la cara ancha y hablaba sin parar de sexo. Bryan era medio chino medio canadiense, muy serio y silencioso. Solo abría la boca para hacer bromas muy ácidas, pero sin sonreír, así que había que estar atento.
He estado dos veces en Barcelona me explicaba Keitaro mientras pasábamos las estaciones correspondientes a Central Park. Es una ciudad maravillosa.
¿Te gusta?
Sí, mucho. ¡Qué chicos tan guapos tiene! Estuve en el Circuit en 2010 y 2011. Me hubiera gustado volver este año, pero la verdad es que follé tanto que creo que voy a tardar una década en recuperarme.
Keitaro se reía a carcajadas él solo.
A cualquier cosa lo llamas tú follar replicó Bryan.
Tenía la extraña sensación de estar en un capítulo adulto de Doraemon. Todos eran una cabeza y media más bajos que yo.
¿Y tu novio a qué se dedica?
Es humorista dije.
¿De verdad? A mí me encanta el stand-up comedy comentó Bryan con la frialdad de un psicópata.
Debe ser muy divertido.
Bueno, lo es. Pero tampoco es que se pase todo el día contando chistes aclaré.
Eso les hizo gracia por algún extraño motivo.
Por entonces, ya habíamos salido de Manhattan.

Al salir de la estación, respiré hondo diciéndome a mí mismo que seguro que no iba a ser para tanto. Goki me acarició la espalda. Subimos las escaleras y, nada más poner un pie en el Bronx, nos encontramos de frente un hombre negro hablando solo y a gritos. No vendía nada. Decía algo de la desgracia del mundo. Le faltaba un ojo pero no llevaba la cuenca tapada. Se podía ver el interior de su ojo sin ojo cicatrizado por su piel oscura. Apestaba a alcohol. Goki me estiró del brazo y caminamos hacia el estadio esquivando al extraño mendigo.
Eran aproximadamente 200 metros, pero no pude evitar la tentación de echar un vistazo al barrio. Las casas era de dos pisos, con la pintura caída y aspecto destartalado. Algunas ventanas estaban tapiadas. Pasamos por debajo de las vías del tren donde tres tipos sin camiseta charlaban junto a un contenedor de basura. Caía un chorro de agua enorme de algún lugar de aquellas vías. Rebotaba en una pared y se convertía en un río que se deslizaba hasta las cloacas de un poco más allá. Con poca destreza, lo cruzamos, mojándonos los pies. Keitaro hizo algún tipo de broma sexual que no entendí.
En la puerta seis nos encontramos con el resto: Oliver, un alemán rubio y elegante, acompañado de una amiga morena y banal, y Vicky, una tailandesa rica con un amigo homosexual.
¿Qué tal vas? me preguntó Oliver—. Se te ve asustado.
No me gusta este barrio dije.
No te preocupes por el barrio. Preocúpate mejor por que ahí dentro no nos peguen por maricones añadió colocándose su flequillo dorado con una mano.
Tuvimos que pasar un detector de metales y un registro como en un aeropuerto, lo cual me tranquilizó bastante; más que los cinco coches de policía y las dos ambulancias que había en la puerta.
Yo creo —dijo Vicky ya en nuestro asiento que como en el Bronx hay muchos inmigrantes ilegales acaban viniendo aquí todos los inmigrantes ilegales, para estar con sus familias y por eso, al final, hay tantos inmigrantes ilegales aquí y es tan peligroso.
«¿Cómo será la vida de Vicky en Tailandia?», pensé. Yo la imaginaba en un palacio.

El estadio estaba lleno, propiciando el ambiente idóneo para la diversión. Sin embargo, tres jugadas fueron suficientes para descubrír que el béisbol consiste básicamente en que durante la mayor parte del tiempo no suceda nada interesante.
En el fútbol no siempre hay goles, pero por lo menos corren le dije a Goki.
No lo sé. Yo no entiendo de deporte.
Pasaron 40 minutos hasta que, por fin, vimos un home round. El estadio prácticamente se vino abajo. Llevábamos rato haciéndonos fotos por aburrimiento. Aproveché también para preguntar a Keitaro la diferencia entre ball y strike:
Tú olvídate de tecnicismos: es como el sexo anal; cuando ves las pelotas, hay que darle bien fuerte con el bate —dijo. Lo que me hizo pensar que tampoco tenía mucha idea.
Yo no podía creer la cantidad de espectáculos que se iban sumando al partido conforme avanzaba: juegos interactivos en las pantallas, música con coreografías absurdas, la cámara del beso, la cámara de la chica sexy, las felicitaciones de cumpleaños... De pronto, anunciaron por megafonía que dos veteranos de guerra habían acudido al estadio aquella noche. Una especie de presentador improvisado, los sacó a la pista. No dijeron de qué guerra eran pero por su aspecto juraría que no llegaron a Vietnam. Los dos viejos se pusieron la mano en el pecho y empiezó a sonar God Bless America con karaoke incorporado en las pantallas. El estadio entero se puso en pie. Nosotros hicimos lo mismo. Goki se puso la mano en el pecho.
¿Qué haces? le dije.
No sé, me siento muy presionado.
La gente gritaba aquella letra patriótica como si le fuera la vida en ello. Con una escalofriante pasión. Parecían dispuestos a matar por su país. Yo pensaba: «Esto en Barcelona sería imposible». Claro que luego recordé que conocía a unos cuantos tíos dispuestos a matar por el Barça.
Cuando veo estas cosas dijo Bryan pienso que Estados Unidos y Corea del Norte al final no son tan diferentes.
Todo formaba parte del show. Al principio creía que era para suplir los tiempos muertos, pero ya hacia el final, me di cuenta de que era parte inexorable de la idea americana de espectáculo. Que no podían concebirlo de otra manera. Que si vinieran a ver un partido de fútbol a España, pensarían: «Pero, si no sucede nada. Lo único que hacen es jugar».

Nos marchamos en la ronda ocho, un poco antes de que terminara. Ganaban los Yankees. De camino al metro, ya estaba más tranquilo y el barrio no se me antojaba tan peligroso.
¿Qué te ha parecido la experiencia? —me preguntó Oliver.
No me ha gustado le dije. Es un juego muy lento.
A lo que él respondió:
Es verdad. Y ni siquiera llevan pantalones cortos.

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Personajes
Six-pack
Capítulo final

8 de octubre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Personajes

"There are nearly thirteen million people in the world. None of those people is an extra. They're all the leads of their own stories" (Synecdoche, New York)




1
Era increíble lo rápido que uno podía adaptarse a aquella ciudad. Quizás porque sus calles respiraban el aroma de las películas de nuestra infancia. O porque allí todo el mundo tenía cara de extranjero. El arcoíris racial que invadía sus avenidas te hacía olvidar en pocos días que tú no formabas parte de aquello. Uno podía aterrizar un viernes y el lunes siguiente sentir que había vivido en Nueva York toda su vida. De alguna manera, había sido así. Era la ciudad de todo el mundo.
Aquella mañana, caminaba en dirección norte por la Quinta Avenida, con un café de Starbucks en la mano y algunos dólares sueltos en el bolsillo. Pasé delante del Empire State, ya sin mirarlo, como cuando camino frente a La Pedrera o La Sagrada Familia en Barcelona.
Joder, venga, ¡putos turistas! ¡Apartaos que tengo que pasar! ¡Vamos! Solo es un puto rascacielos pensé.
Yo quería curiosear libros. Comprar, quizás, alguna obra de teatro en inglés. Pero, en todo el tiempo que llevaba en la gran manzana, no me había cruzado con ninguna librería. 
No hay librerías dijo Goki.
¿No?
Había. Pero ya no.
No puede ser.
Bueno, hay la biblioteca pública. La de los leones.
Sí, la de Los cazafantasmas
Sí.
Pero, no puede ser que no haya librerías. ¿No compra libros la gente?
Sí, pero los compran en Amazon porque te los llevan directamente a casa. Los neoyorquinos no tienen tiempo para ir a hojear a la tienda... Además, ya saben lo que quieren. Lo compran por internet y ya está.
Sí, ya lo sé. Las Cincuenta putas sombras de Grey.
Sentí una mezcla de vértigo y pena. A mí me gustaban las librerías. Aunque, por lo menos, la gente seguía comprando libros. No era como los CD de música. 
Goki me dio la dirección de la única librería que conocía.

2
Pasé frente al Rockefeller Center sin mirarlo. Todavía me quedaban unas cuantas manzanas. Me acerqué a tirar mi vaso de café vacío dentro de una papelera cuando una anciana me detuvo. Me miró fijamente y se puso el dedo índice en perpendicular a su boca para pedirme silencio. La tomé por una loca. Iba vestida de negro. Entonces, señaló a un grupo de ancianas que estaban manifestándose junto a ella. Todas de negro y un cartel que decía: «WOMEN IN BLACK AGAINST WAR». Asentí respetuosamente y me marché. Tuve que detenerme a pensar un momento: ¿a qué guerra se refieren? Tenía algo de prisa.
Más adelante, a la altura de Tiffany's, en la otra acera, un vagabundo me pidió dinero. Le di unos céntimos que llevaba encima.
Gracias me dijo, en perfecto español. Necesito el dinero para volver a casa.
No sabía a qué casa se refería pero aquello me impresionó de verdad.

3
Por fin, llegué a la librería. En la entrada, todo eran libros de finanzas. Era un edificio de dos pisos. El piso de abajo estaba lleno de mierdas al estilo Cómo triunfar en los negocios o Economía para tontos. En la parte de arriba, se acumulaban las novelas, las obras de teatro, la música y las películas. Visto así, parecía un cementerio cultural lleno de piezas de museo. Un homenaje póstumo al siglo XX. Eché un vistazo a algunas obras de Mamet, Albee, Labute y O'Neill y me marché.

4
«Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo», decía Peter Brook. «Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral».
Cada metro de acera en Nueva York parecía un escenario. Yo era ese espectador observando. Todas y cada una de aquellas extrañas criaturas parecían salidas de historias soñadas por locos de todo el mundo.
De vuelta a casa de Goki, un señor con bigote y camisa roja, me entregó un folleto político. Quería pedir mi voto para un nuevo candidato a alcalde llamado CATS.
¿Como el musical? dije.
Sí, exacto.
Pero, yo no vivo aquí. No puedo votar.
No importa. Solo quiero informarte.
Aquel tipo dedicó cinco minutos de su tiempo a tratar de convencerme de por qué CATS sería el mejor alcalde que nunca había tenido Nueva York. Y sabía que yo solo era un turista.
Ya a punto de llegar a casa, un negro me paró bailando y puso en mi mano un CD de música. Y me dijo: «It's great». Y yo dije: «Thank you». Después siguió bailando un poco y me preguntó mi nombre. Tuve que deletrearlo dos veces. Sacó un rotulador del bolsillo y me firmó el CD. Y me pidió cinco dólares por él. Le dije: «No, gracias. Lo siento pero no voy a darte cinco dólares». El tipo empezó a discutir conmigo en varios idiomas, entre ellos, el inglés, el español y el fucking. Así que le di un dólar. Le devolví el CD y le di las gracias. Entonces, se quedó más tranquilo.

5
Al llegar a casa, Goki estaba desesperado buscando sus gafas de sol.
Ha venido un fotógrafo profesional con la dueña a hacer fotos del piso me dijo y han ordenado toda la casa. Ahora no encuentro nada.
Todo estaba ordenado. El piso parecía otro. Aunque Goki había empezado ya a desordenarlo para averiguar dónde estaban ahora cada una de sus cosas.
Tómatelo con calma. ¿Quieres que te ayude?
No, gracias. ¿Cómo fue en la librería?
Algo decepcionante. No he comprado nada.
Vaya.
¿No crees que Nueva York está lleno de gente extraña?
¿Gente extraña? Sí. Como en todas partes, ¿no?
Es como si ya no hubiera libros y los personajes se hubieran esparcido por toda la ciudad...
No sé a qué te refieres. Dices cosas muy raras.
Bueno, es solo una sensación.
¡Por fin! dijo Goki de pronto.
Había encontrado sus gafas.

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Capítulo final

30 de septiembre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Starbucks

"Haces que quiera ser mejor persona" (Mejor... imposible)


Estaba tomando un frappuccino y navegando por Internet con mi móvil cuando la chica rubia sentada a mi lado empezó a llorar. Lloraba desconsoladamente y a nadie, excepto a mí, parecía importarle.

Me encantaba Starbucks. Nueva York tenía uno cada dos manzanas. Eran exactamente iguales que los que había en Europa pero mucho más ajetreados. Con sus sofás. Sus vasos con tu nombre. Sus pasteles de chocolate. Diseñados para hacerte sentir como en tu casa. Los neoyorquinos entraban y salían constantemente pero pocas veces se quedaban de verdad, como les ocurría con sus propios hogares. 
Aquí tenéis las mismas cosas que nosotros le explicaba a Goki; todas las franquicias que habéis exportado pero multiplicadas por diez. Es como si os hubierais colonizado a lo bestia a vosotros mismos.
Goki era japonés pero yo le hablaba como si se hubiera criado en Brooklyn o en Greenwich Village. Y él nunca me llevaba la contraria porque era muy educado y hospitalario.

Yo bajaba a Starbucks todas las mañanas. Goki se marchaba con su traje, su corbata y su maletín al distrito financiero a ganarse su salario americano y, entonces, yo aprovechaba para levantarme. Me daba una ducha. Me vestía. Miraba diez o quince minutos por la ventana. Y bajaba a desayunar. Aquel piso de la Quinta Avenida tenía de todo menos Internet.
Dejo el piso dentro de un mes, así que he cortado la conexión me dijo Goki el primer día. Pero puedes bajar al segundo piso a conectarte, si quieres.
Goki se volvía a Tokyo. Su empresa ya no le necesitaba más allí.
Yo creía que con lo de bajar al segundo piso se refería a ir a casa de un vecino amigo suyo a conectarnos o algo así. Olvidaba que era un edificio de lujo en pleno centro de Manhattan. La segunda planta era, en realidad, un inmenso espacio con sofás, televisión, comedor, cocina, wifi, gimnasio, piscina climatizada, sauna y terraza para disfrute de los residentes. Pero eso lo descubrí más tarde.
Hasta entonces bajaba a Starbucks.
Aquella mañana hacía sol. Los rayos brillaban entre la polución y el sonido de los claxones y yo me había puesto el polo azul que tanto le gustaba a mi novio.
Salí del edificio, como cada mañana,  saludando al portero que me aguantaba la puerta de cristal esperando quizás que le diera una propina.
Good morning, sir.
Good morning. 
Tres porteros distintos en tres días. 
Crucé la calle. Entré a Starbucks y pedí un frappuccino grande. Tuve que deletrear mi nombre dos veces. Pagué con tarjeta de crédito y me senté en una butaca de una esquina.
A mi lado, una chica de piel blanca y cabellos dorados miraba fijamente al joven que tenía sentado delante. Él era un tipo bajito. Moreno de piel. Con bigote mexicano. Llevaba una camiseta de los Yankees. Tenía las manos grandes y pelo en los brazos. Ella no tomaba nada. Él había pedido un Caffè Latte. 
Pensé en una anécdota que mi novio me había contado de su viaje a Nueva York sobre una pareja que vio. Él era latino y ella una rubia hermosa. Y esa imagen había sido el germen de la última obra de teatro que había escrito.
Miré la hora. Calculé qué hora era en Barcelona.

La chica empezó a llorar y el que parecía su novio no hacía nada por consolarla. Estaban cara a cara, sin pestañear. No hablaban. Ella lloraba y lloraba. Aquel silencio entre los dos, esa no conversación, asfixiaba incluso desde lejos. Ella no se secaba las lágrimas. Las dejaba caer entre la indiferencia de la gente. El chico moreno se levantó y se dirigió a otra mesa. Cogió algunas servilletas y volvió. Le dio una a la chica rubia que se secó los ojos sin prisa. ¿Por qué no hablaban? ¿Por qué no se decían nada? 
Él se sentó y la cogió de la mano. Yo la cogí de la mano mentalmente. Había dejado de mirarle a la cara. Él acarició su piel. Ella apartó la mano. Después, empezó a acariciarle el hombro. Ella puso su mano sobre la mano de él. Seguían sin hablar.
Yo les observaba atentos. Quizás se dieron cuenta de que les estaba mirando pero no les importó. Intenté no estar demasiado pendiente de aquella pequeña tragedia. Algo me decía que merecían cierta intimidad. Subí algunas fotos a Facebook. Envié un par de correos. Al cabo de unos minutos, ella se levantó. Él hizo lo mismo. Agarró con las manos la cabeza de su chica y le dijo algo al oído. Ella asintió. Y salieron juntos de allí sin dirigirse ni una palabra más. Sin mirarse. Sin tocarse. Y se perdieron entre la multitud de las aceras.
Mi frappuccino estaba casi intacto. Había sido incapaz de dar más que un par de sorbos. Mis amigos en Barcelona seguían con sus vidas sin demasiadas novedades, según veía en Instagram. 
Pensé que nunca sabría qué le pasaba realmente a aquella chica rubia. Por qué lloraba. Ni sabría por qué no hablaba con el chico latino. ¿Serían pareja? ¿Era algo que le había hecho él? ¿Por qué simplemente estaba allí sentada en silencio? ¿Por qué no hablarlo? ¿Por qué no irse a llorar a otra parte? ¿Qué era lo que le hacía sufrir? ¿Sería él el responsable de su dolor o, al contrario, su consuelo? ¿Qué le dijo finalmente al oído y por qué ella asintió?
Eran las tres de la madrugada en España.
Un termómetro marcaba en la pared 77 grados Fahrenheit. Me esperaba un día muy largo.
Escribí un whatsapp a mi novio. Seguramente estaría durmiendo.
Le dije: «Hola».
Le dije: «¿Cómo estás?»
Y: «Te echo mucho de menos»
Era verdad.
Y seguí bebiéndome el frappuccino que hacía un rato que había empezado a derretirse.

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24 de septiembre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Jet lag

"Él era tan duro y romántico como la ciudad que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar. Nueva York era su ciudad y siempre lo sería" (Woody Allen, Manhattan)


1
Era como una resaca sin dolor. Una sensación de embotamiento mental que ralentizaba el mundo. La gente se movía arriba y abajo, hablaba, comía, se reía de extrañas formas que no podía asimilar desde el interior de mi pecera afectiva. Mi punto de vista era un filtro malva medio opaco y bajo en revoluciones.
¿Hola?
¿Eh?
Te estoy hablando dijo Goki.
Perdona, es el jet lag. 
Eran las 11 de la noche. Aquel piso de la Quinta Avenida tenía una intensa luz blanca que me estaba volviendo loco. Goki me preguntaba algo sobre la religión en España, mientras yo solo trataba de mantenerme despierto. Para mí, eran las cinco. Su amiga de Taiwan también hacía preguntas. Era amable y simpática pero le interesaba Europa más de lo que yo tenía fuerzas de explicar. 
¿A qué te dedicas?
Contestaba con dos o tres segundos de retraso como si estuviera bajo el efecto de una absurda droga. Como en las entrevistas transoceánicas de los telediarios españoles. 
Soy periodista dije.
Y ella sonrió.
Le hablé de Barcelona. De la siesta. Las tapas. La diferencia entre un italiano y un español.
Si quiere follarse a cualquier mujer que le pase por delante, es español dije.
Se me había cerrado un ojo y tenía un pie dormido.
Si quiere follarse a cualquier mujer que le pase por delante y mueve mucho las manos, es italiano.
Sus risas sonaban como un eco en mi cerebro. Creo que estaba sonámbulo. 
Goki se levantó de la mesa. Volteó la barra de bar americana que había en el comedor y sacó una botella de agua de cristal de la nevera. La trajo a la mesa y sirvió tres vasos.
Aquel piso era increíble. Techos altos. Grandes ventanas. Televisión de plasma. Bañera. Armarios de dos metros. Parquet. Muebles de lujo. Goki trabajaba para una empresa japonesa que le había enviado a Nueva York un par de años. Le pagaban el 80% del alquiler del piso. 
Mi mirada se perdía en el blanco de aquellas monumentales paredes. Las palabras, dirigidas o no hacia mí, se diluían exponencialmente. Ya no daba para más. Aquel día (y medio) se me estaba haciendo infinito.

2
Salí del aeropuerto mirando hacia todos lados. Hacía calor, pero no un calor sofocante como en Barcelona. Se me acercaron varias negros gritando: «Taxi, taxi». En frente de mí, había una parada de taxis amarillos. Una larga fila de personas esperaba para coger uno. Me acerqué. Me coloqué en la cola y un tipo negro con gorra de chófer se puso justo detrás de mí.
Where are you going?
Manhattan.
Y me cogió por el hombro de forma amistosa. Hablaba muy deprisa. Yo me liberé de sus brazos y le dije que iba a coger uno de esos taxis. Él me dijo: «No, man». Y después me soltó que esos taxis solo iban a Brooklyn. Le creí y me fui con él. Me quitó la maleta de la mano. Eso me recordó a Gambia. Caminamos juntos varios metros. Cruzamos una carretera. Me llevó detrás de unas columnas. «Me va a atracar», pensé. De pronto, no tenía ninguna duda. «Me va a sacar un arma y me va a atracar. Se va a llevar mi ropa y mi dinero».
Se detuvo justo al lado de un coche negro. Un coche normal y corriente con matrícula de New Jersey. Abrió el maletero y metió mi maleta dentro. Me dijo que subiera al coche. Le dije: «No». Me temblaban la voz y las rodillas.
Señalé el coche y dije:
This is not a taxi!
It is a taxi, man! contestó.
It's not!
It's my taxi, come on!
Podríamos haber pasado así toda la mañana.
Cogí mi maleta de nuevo, mientras él me hablaba de precios. De pronto, ya no le tenía miedo. Agitaba los brazos arriba y abajo como si quisiera hipnotizarme. Me decía que no volviera a la fila de taxis amarillos, insistiendo en que solo iban a Brooklyn. Le dije que, aunque fuera así, quería preguntarlo primero. Y, entonces, dejó de insistir.
Cuando volví a la fila de taxis, tres o cuatro negros más se acercaron a ofrecerme sus coches. Regateaban, me hablaban de dólares y propinas. Entonces, uno de ellos preguntó por qué no había subido al otro taxi; por qué no me había ido con él.
Because it wasn't yellow! dije.
Y todos desaparecieron.

3
El taxi me dejó frente al Pennsylvania, en la Séptima Avenida. Era un hotel enorme con un hall gigantesco. Vendían entradas para los musicales y los museos allí mismo. Había acordado con mis amigos españoles que subiría a buscarlos a su habitación cuando llegara, antes de ir a casa de Goki. Subí con mi equipaje a uno de los seis ascensores y me quedé anonadado mirando como un idiota la colección de botones que había para pulsar. Subimos tres plantas hasta que encontré el botón del piso en el que tenía que bajarme. 
¿Dónde están los ascensoristas de las películas cuando se les necesita?
Bajé con miedo a haberme equivocado. El suelo era de madera, cubierto de moqueta antigua. Crujía. Un pasillo largo y laberíntico se dividía en varias direcciones hacia ambos lados. Me acordé de la Tower of Terror de Disneyworld en Orlando. Caminé un rato. Todo me parecía enorme: los cuadros, las puertas... Busqué el fantasma de Mickey Mouse. Se podía pasear por aquel hotel. Era tan grande como eso. Me crucé con una mujer de la limpieza empujando el carro de las toallas. Tenía aspecto de cubana o puertorriqueña, pero no hablaba español. Le pregunté por la habitación de mis amigos. Me miró como si fuera tonto. Como si no fuera normal perderse allí dentro. Me dijo que girara a la izquierda, luego a la derecha y luego a la izquierda otra vez. 
Quince minutos después, Andrea me abrió la puerta de su habitación. Gritó:
¡Hola, bienvenido!
Yo dije: «Hola». La aparté y me tiré sobre su cama sin saludar a Jordi, su marido.

4
Fuimos a Times Square porque quedaba cerca. Goki no llegaba hasta las siete. Yo no tenía fuerzas para disfrutar de todo aquello. Las luces de neón me cegaban. Daban mucho calor. Además, olía mal. Olía a comida frita por todas partes. Salía humo de las cloacas. Casi no se podía andar por las aglomeraciones. Apenas hice fotos. Mis amigos caminaban a toda velocidad enseñándome los rincones y las tiendas que ya habían visitado. El tráfico era caótico. Pero, ¿qué mierda era aquello? ¿Esta era la ciudad de mis sueños? Estaba lleno de vagabundos.

5
Llegué tarde a casa de Goki. El opulento edificio en el que vivía tenía tres porteros uniformados. Yo quise entrar como si nada. Hubiera entrado, cogido el ascensor y llamado a su puerta.
Excuse me, sir. Where are you going?
Aquello parecía que iba en serio.
Les di unas torpes explicaciones. Apenas me obedecía la lengua. El portero menos negro de los tres cogió un teléfono y dijo:
Mr. Goki, there's your guest waiting for you.
Y tuvo que bajar a buscarme.
Yo no estaba acostumbrado a todos esos protocolos y, aunque no estaba de humor, me pareció simpático. Así  funcionaban las cosas en la Quinta Avenida. 

6
Goki quería que cocinara algo para ellos. Algo español. Yo hice un esfuerzo por sonreír pero mi boca se levantó solo por un lado. 
¿No querrás que cocine una paella?
¿Podrías? dijo.
No.
Cenamos algo de ensalada y yogur. Me preguntaron cuál había sido mi primera impresión de la ciudad. Yo quería decirles que me había parecido una mierda; irracionalmente desenfrenada, apestosa, sucia, anárquica y artificial. Pero solo dije: «Nice».
Después de aquello, la chica de Taiwan decidió que era hora de irse y por fin pude acostarme.
Fueron cinco espléndidas horas de sueño, pero a las cuatro de la mañana ya tenía los ojos abiertos como platos. Odiaba Nueva York. Odiaba el jet lag. Había dormido escuchando los coches pasar toda la noche. Era verdad eso de que la ciudad nunca dormía. 
Me levanté en la oscuridad de muy mala gana. Me acerqué a la ventana. Todavía no había amanecido. Corrí la cortina con desprecio. Quería gritar. Pero, entonces, descubrí justo allí delante lo que me había estado perdiendo desde que había llegado. Un cielo negro y majestuoso arropaba las crestas de los rascacielos iluminados. Un millón de luces parpadeantes, un millón de vidas llenas de esperanza. Y en medio de aquel paraíso urbano, se erigía esplendoroso el Empire State: mayúsculo, hierático y radiante. Respiré hondo frente a tanta belleza. Se me había acelerado el corazón. Puse una mano sobre el cristal. Y solo pensaba una cosa: «¡Qué maravilla!».

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